lunes, 20 de enero de 2020

Peligro



El tiempo se diluyó entre una desesperada esperanza por reparar los dispositivos de la nave y así, poder comunicarse con la base en Marte. Finalmente se rindió. La nave había sido ferozmente atraída hacia el planeta que el capitán Kira debía investigar. El campo magnético ejercía una fuerza brutal. La gravedad, por otro lado, le impedía al enviado caminar erguido.
Antes de descender del vehículo soltó a Chewi, el hámster que lo acompañara en la misión. Lo observó caminar con bastante dificultad, sin embargo, al cabo de unos minutos seguía respirando y eso lo animó.
El sol desde ahí se veía muy distante y su luz blanca y fría le recordó a la carnicería de su barrio. Pronto comprendió que no veía vegetación porque no existía. Si llegase a toparse con un animal sería potencialmente peligroso, sería carnívoro.
Los sonidos nocturnos presagiaron un enfrentamiento agresivo con criaturas extrañas. Entonces toda la euforia nacionalista experimentada tras haber arribado primero a ese mundo lejano se esfumó repentinamente. Llegó a maldecir el momento en el que se le ocurrió alistarse como voluntario. La aventura ya no le agradaba. Hubiera preferido estar en la comodidad de su sofá escuchando por radio cómo un astronauta ruso se extraviaba sin dejar rastros en una misión suicida. "Esto es una misión suicida, la puta madre. ¿En qué pensaba?"
Un rugido tras otro le hicieron entender que estaba rodeado. Chewi, a escasos metros, chilló pero fue acallado. Kira tragó saliva. Sintió un sudor frío resbalar por su frente. Cerró los ojos temiendo el zarpazo mortal pero el cielo se volvió blanco brillante y la fuente de los ruidos desapareció.
Tenía que apurarse. Regresó a la nave justo a tiempo para resguardarse de los peligros de la noche. Por fin pudo conciliar el sueño. Una manada de seres hambrientos e iracundos golpeaban el metal y lo abollaban como si se tratara de hojalata. No sabía si estaba soñando o realmente su vida corría peligro. Sin embargo, la voz dulce y serena que escuchó en su mente lo guió. Pudo solucionar los problemas técnicos y prepararse para despegar al amanecer.
Antes de partir dejó una señal que sería captada al instante por la base y retransmitida a la Tierra: la señal de "Peligro".

Enfrentando el terror



Cuando el hombre de barba canosa y anteojos oscuros le pidió fuego a otro que pasaba, Vicente se sobresaltó y quitó su mano del brazo del barbudo. El pequeño pensaba estar a salvo, al lado de su abuelo, camino a la escuela y así había sido hasta la intersección de las avenidas.
El anciano se descuidó. Entró a un kiosco seguro de que su nieto lo seguía. El pequeño distraído, en un intento por pasar de nivel se valió de las dos manos para responder al ataque de sus adversarios, en el juego de su celular, con rapidez y exactitud. Y al encontrar un brazo a su lado del cual sujetarse, lo hizo sin pensar. La falta de diálogo no lo sorprendió, al contrario, lo agradeció. En silencio caminaron varias cuadras hasta llegar al andén de la estación del tren.
Vicente levantó la cabeza y se enfrentó cara a cara con el terror. Su secuestrador se reía estrepitosamente con tal impunidad que el niño temió lo peor. Dio un paso atrás, giró sobre sus talones y empezó a correr en cualquier dirección. Solo pensaba ampliar la distancia que lo separaba del peligro. De repente, todas las calles quedaron desiertas y el alboroto de la ciudad recién despierta se desvaneció. Lo único que Vicente escuchaba era el eco de aquellas macabras carcajadas. Se escabulló por la ventana rota de una casa abandonada. Gateó sobre unas cerámicas calcáreas que hacía tiempo nadie barría. Se alumbró con la linterna del celular y se ocultó en un cuarto pequeño bajo la escalera. Cerró la puerta de madera rechinosa.
Desactivó el modo avión. Estaba a punto de enviarle un mensaje a su abuelo, asustado.  Entonces vislumbró una enorme telaraña. Los hilos se movían al ritmo de los pasos de la araña reina que descendía amenazante con sus colores rojizos.
Vicente ahogó un alarido y su cuerpo se estremeció ante la idea. Toda su vida había sufrido a causa de las arañas. Sin perderla de vista se dio ánimos: "Puedo con cualquier peligro. Yo solito me puedo proteger". Al mejor estilo de karateca, acabó con el arácnido con una patada certera acompañada de un grito enérgico.
Unas horas más tarde Vicente fue encontrado gracias a la intervención de un sabueso del cuerpo de policía.

Ángel en una reunión de Alcohólicos Anónimos



El olor al café recién preparado disfrazaba el tufo a humedad de la habitación mal ventilada. En la mesa al lado de la cafetera esperaba una pila de vasos descartables. Nadie había llegado aún excepto Ángel que aprovechó para recorrer con la vista las paredes descascaradas. En el centro, bajo una bombilla de luz blanca, diez sillas habían sido colocadas en círculo.
La reunión de Alcohólicos Anónimos empezaba a las siete de la tarde. Ángel esperó. A las siete y cuarto ya estaban ocupadas todas los asientos y no había noticias de Carlos Rot. El detective se desanimó. Se sirvió un café y se unió al grupo.
Él no le prestaba atención a la mujer regordeta que hablaba sin parar. Todos a su alrededor la observaban y asentían cada tanto. Ángel los imitaba.
En el preciso momento en el que todas las miradas recayeron en él, se abrió la puerta y entró Carlos agitado. Se acercó al grupo con una silla que agarró del montón arrumbadas en una esquina y se sumó a la ronda. Todos se corrieron para hacerle un lugar. Después la atención volvió al detective.
—Bienvenido. ¿Es su primera sesión? ¿Desea compartir su historia con nosotros? Recuerde que todo lo que se habla entre estas cuatro paredes queda acá.
—Gracias —dijo Ángel titubeante—. Mi nombre es Bernardo. Por culpa del whisky me quedé sin trabajo y mi esposa me dejó. Se llevó a mi hijo. Los necesito. Quiero dejar la bebida pero me cuesta.
—Bueno, entre todos nos apoyamos y así es más fácil. Tenés que comprometerte a seguir los doce pasos. ¿Sabés que un hábito se puede cambiar en apenas veintiún días? ¿Estás dispuesto a intentarlo?
—Claro.
Aplausos.
Entonces fue el turno de Carlos.
—Mi mujer y mi hija también iban a dejarme para empezar una nueva vida lejos de mí pero ya no pueden. La nueva pareja de esa puta terminó en el hospital.
—¡¿Eh?! —exclamaron algunos de los presentes.
—Tranquilos. Nada grave —dijo moviendo las manos con las palmas hacia abajo—. Solo sé que se quedaron sin el dinero que pensaban usar. Me enteré que sufrieron un robo. ¿Qué se le va a hacer? Hoy en día hay que cuidarse hasta de nuestra propia sombra. La buena noticia es que llevo sobrio veinte días.
Más aplausos.

Ángel condujo hasta el hospital. Quería volver a interrogar a Iván. Entre semáforo y semáforo fue acomodando los datos y haciéndose una idea más acabada de los hechos. "¿Y si el plan original era un autorrobo para fugarse con la guita pero algo salió mal? ¿Y si Carlos se acercó a Iván para ganarse su confianza y lo terminó traicionando?"

Las dudas de Ángel



Al terminar su turno Ángel se dedicó a escuchar las entrevistas que había grabado. Esa era su costumbre desde hacía años.
  Se desplomó sobre una silla en la penumbra de su cocina con un vaso de whisky en la mano. Encendió un Marlboro.

  Algo le preocupaba. Su primera impresión había sido considerar el caso de Iván como un intento de asesinato. Las palabras de Marta, su novia, lo condujeron en esa dirección pero ahora dudaba.

—¿Quién quedó en la casa después que se fueron tus invitados, después de soplar las velitas y comer torta? —Ángel detestaba escuchar su tono pacificador cuando se trataba de interrogar a niños.
—Mi papá.
    Marta había interrumpido a su hija.
—¿Qué te dije sobre mentir? Papá no viene a casa y lo sabés.
   A partir de ese momento la criatura se metió el pulgar en la boca y no volvió a pronunciar palabra.

   Ángel había pausado la cinta para hablar con Marta a solas en el patio.
—Señora, usted está entorpeciendo una investigación policial. Haga el favor de no intervenir. 
La mujer volvió a asegurarle que Carlos Rot, su exmarido no tenía contacto con ellas.
—Matilde imagina cosas. Es chica y se niega a aceptar el abandono —le aseguró.

   Ángel reconstruyó la escena que tuvo lugar en la casa de Marta, más precisamente en la cocina. Iván había llegado alrededor de las 22:45, según había precisado la novia. Ella había subido a la habitación de su hija para corroborar que durmiera. Según recordó Iván, al ser interrogado en el hospital, Marta no bajó enseguida. En ese interín alguien lo golpeó por detrás con fuerza, con un objeto contundente.

    Se sirvió otro vaso de whisky y vació el cenicero. Falló el primer intento de encender otro cigarrillo. Eso lo llevó a recordar al vecino curioso que se acercó a la casa de Marta para brindar su testimonio y que le había ofrecido fuego.
—Me pareció escuchar gritos. Y justo cuando doblé en la esquina un auto salió arando. Estoy casi seguro que había estado estacionado frente a esta propiedad —le dijo y esperó a que tomara nota en su libreta—. Mi nombre es Eduardo Ballester —agregó.
El chismoso tenía un perro al que paseaba cada noche o algo así creía recordar Ángel. Buscó entre sus anotaciones. Con la claridad del alba pudo leer perfectamente. El hombre vivía a dos casas de la de Marta y le parecía que los sucesos que relató habían tenido lugar minutos antes de medianoche. No pudo reconocer marca ni modelo del vehículo y tampoco pudo aportar datos de la patente.

    El llamado al 911 lo había hecho Marta. El registro indica que se realizó a las 00:37.

   Algo estaba mal. Había piezas del rompecabezas que no encajaban.
Le molestaba el estado de whatsapp de Marta: demasiado despreocupado minutos después de haber descubierto a su novio ensangrentado e inconsciente en el piso de su cocina. Las conversaciones con sus amigas giraban en torno a unas vacaciones en una playa caribeña. Cerró los ojos y recreó en su mente la habitación de la pequeña. ¡Uala! Una valija detrás de la puerta. Eso por si solo no era gran cosa. Pero, el golpe en la cabeza de Iván no fue mortal y tal vez, la intención fuera la de aparentar un homicidio fallido. La idea llegó de pronto cuando la víctima le preguntó por dos cajas de metal de su camioneta. Faltaban. ¿Robo? ¿Autorrobo?

—¿Qué contenían esas cajas, Iván?
—Metal precioso. Lo transportaba. Siempre me escolta un hombre de seguridad pero justo anoche me avisaron que no iba a ser posible.
—Una última pregunta: ¿Lo conoce a Carlos Rot? —le preguntó Ángel mostrándole una fotografía.
—Charly. Sí, claro. Lo conocí en Alcohólicos Anónimos. ¿Por?

El detective anotó en su libreta amarilla una lista de cosas por hacer:
Buscar huellas dactilares de Carlos Rot en la casa de Marta.
Entrevistar al jefe de Iván.
Conversar con las amigas de Marta.
No perderlos de vista en el corto y mediano plazo.

El cartero



Gastón golpeó las manos frente a la casa de Don Pedro. La bufanda le cubría la boca y la nariz. Se quitó los guantes y golpeó la puerta. Esta se abrió un poco. Lo que vio lo dejó helado. Entró corriendo. Revoleó el portafolio abierto y cientos de sobres cayeron, algunos sobre las tablas de madera reseca que crujían al pisarlas y otros, en el hogar, cerca de los leños incandescentes.
Gritaba a todo pulmón parado sobre una mesa intentando quitarle la soga enroscada alrededor del cuello del viejo.
Ambos cayeron al piso entarimado del comedor, pero sólo Gastón se quejó. A los gritos llamó a la pequeña nieta de Don Pedro, una huérfana de cinco años que se había mudado recientemente a esa cabaña aislada, en lo alto de la montaña. No le respondió. Y después de serenarse llegó a la conclusión de que dadas las circunstancias, lo mejor había sido que la niña no hubiera presenciado la escena de su abuelo bamboleándose, colgado de una soga. De todas maneras, le llamó la atención la ausencia de ella y del perro, un Siberiano Husky.

Nunca había visto un cadáver. Tenía miedo. Se hizo la señal de la cruz y rezó un Padre Nuestro y un Ave María. Hacía años que conocía a Don Pedro y, a pesar de los rumores de los pueblerinos, a él siempre le había resultado simpático y generoso. Lo esperaba con café. A veces lo deleitaba con melodías que rasguñaba de la guitarra y conversaban.
Don Pedro había estado esperando una carta de un tal Oreste. Cada lunes desde hacía un par de meses le preguntaba:
—¿Ningún sobre de Oreste?
Gastón, apenado por su amigo, negaba con la cabeza.
La ansiedad del ermitaño era comprensible: su hija y su yerno habían muerto en un accidente, en la ruta hacia Malargüe y su nieta, la única sobreviviente, le había contado que unos señores muy malos los habían encerrado a propósito al punto de hacerle perder a su padre el control del vehículo, que cayó por un barranco. Después habían huido. Esto hacía suponer que los habían encontrado, que las identidades otorgadas por el Servicio de Protección a Testigos ya no servían. La vida de la pequeña y la suya peligraba. Oreste debía reasignarles nuevos documentos y reubicarlos.
Ahora el viejo apareció muerto. La policía supondría un caso de suicidio y archivaría el asunto. Pero ¿y la niña desaparecida? ¿Acaso alguien sería capaz de llegar a la verdad y hacer justicia?
El testimonio de Gastón era crucial. Sin embargo, el cartero estaba aterrado. Decidió dejar por escrito todo cuanto sabía de Don Pedro, la nieta y Oreste, el responsable del Servicio de Protección a Testigos. Firmó con mano temblorosa la declaración y la llevó al destacamento policial del pueblo.

"Último momento: desesperada búsqueda de un joven oriundo de Malargüe que se extravió la noche del sábado. Fue visto por última vez en Bariloche caminando a orillas del Lago Nahuel Huapi. Al parecer se había tomado unas vacaciones pero no contesta las llamadas de su madre. La familia está desesperada. El hombre es muy querido por los vecinos. Trabajaba para el Correo. Si alguien conoce el paradero de Gastón Hernández comuníquese a los teléfonos que aparecen en pantalla", informaba un locutor por Canal 5.

Semáforo en amarillo



"Tierra, trágame", pensó ese martes a las 19:07. Había intentado cruzar el semáforo a tiempo pero sin éxito. La trompa del Ford se incrustó en la puerta del acompañante de un patrullero. En cuestión de minutos lo trasladaron a la comisaría. Más tarde le informaron sin palabras que el uniformado había fallecido. Lo dejaron medio inconsciente en un pequeño cuarto sin ventanas. Allí murió.

Todo cambia

Todo cambia

Ese día todos en el aula se dieron vuelta para mirarla. Lorena se sentaba en el último banco en la fila más alejada de la puerta del salón de clases. La profesora de Historia saludó al entrar e inmediatamente le llamó la atención:
—Ibañez, sáquese la gorra. ¿Qué se piensa?
Jamás un profesor se había quejado de ella. Lorena era una alumna de diez, tímida y bastante solitaria. Faltaban unos meses para que se acabaran las clases y entonces, una reprimenda.
Ella manoteó la visera y con un movimiento delicado dejó su cabeza descubierta. Largos mechones negros se desprendieron. Con la vista al frente y los ojos empañados Lorena pretendía que todo siguiera igual, que nadie se fijara en los signos de su lucha. Fue imposible.
—¿Qué tenés? ¿Qué te pasó? —murmuraron todos al unísono.
Ella no respondió. Se incorporó y salió con su mochila al hombro y el gorro en la mano. La profesora le hizo un gesto apenada como disculpándose. La muchacha se retiró del establecimiento.
Las preguntas recayeron en Daniela, su compañera de banco y mejor amiga.
—Está muy mal, chicos. Le hacen quimio tres veces por semana. Pero la realidad es que el pronóstico no es alentador. Lore no quería que lo supieran.
Las clases ese día se suspendieron. Una psicóloga improvisó una reunión con los alumnos que cursaban el último año. Ese día todos lloraron la finitud de la vida, la maldita enfermedad: cáncer. Al final se pusieron de acuerdo en anticipar el baile de fin de año.
La fiesta de graduación fue multitudinaria. Los compañeros, más unidos que nunca, bailaron toda la noche. Las fotos y videos dan cuenta de mágicos momentos.
Pasaron diez años. Hoy, cuando se vuelvan a reunir en Santa Cruz van a revivir anécdotas. Ya confirmaron todos, incluso Daniela viaja desde España para compartir otra noche con sus excompañeros. La única ausencia será la de Lorena que falleció unos días después de recibir el diploma.