jueves, 31 de enero de 2019

Tras el asesino serial.

Desde que lo echaron de la policía Ramiro había vivido en esa casa abandonada. Las telarañas simulaban un cielorraso más bajo. Todavía no había limpiado, para qué. Eso no le preocupaba.
Su mayor problema: no recordar. Se obsesionaba pensando: “¿cómo voy a descubrir al depravado asesino si no logro averiguar quién soy yo en realidad?”.
El primer día se paró frente al espejo del baño. Nunca más. Una experiencia aterradora aunque no la peor de su vida, y después de todo, ya era un adulto.
El sujeto al otro lado de la  superficie pulida no imitaba los movimientos que él hacía intencionadamente. Su reflejo lo miraba extrañado. La piña que no llegó a sentir hizo estallar el espejo en miles de pedazos. Cada pedazo contenía una imagen distinta. Relucían muchos ojos iguales: marrones, enmarcados por unas cejas canosas. “¿Cuál soy?”, se preguntaba. En un ángulo apareció el marco de la puerta y la mitad de una persona enmascarada. Por la perspectiva, el tipo era alto y robusto. Sólo se veían los ojos detrás de la máscara. Ojos blancos, brillantes y, carentes de pupilas. La bestia respiraba como si se tratase de un ataque de asma. Él podría jurar que ya antes se había enfrentado a ese monstruo. El silbido de aquellos pulmones le trajo recuerdos.
Valiente se dio la vuelta, pero no había nadie con él. Las piernas se le aflojaron, un sudor frío le empapó la remera que se adhirió como una segunda piel y cayó de espaldas.
Como si se tratase de una tortura china, las gotas repiqueteando en el lavatorio al principio pasaron casi desapercibidas pero terminaron molestando.
Tendido en medio de los cristales se esforzaba por hacer memoria: esa careta, esos ojos los reconocía. “¿Será el asesino que busco?”
El ruido lo alteraba.



Habían transcurrido cuarenta y cinco años. Por poco no escapa. No se acuerda: estrés postraumático.
Él era un niño cuando aquel sociópata lo secuestró y lo dejó en el bosque junto a otras tres víctimas.
La mayor de las cuatro, Laura, sabía algo de primeros auxilios. Eso fue determinante; sin su ayuda, uno de los chicos se habría desangrado —el hacker—. El niño había sido alcanzado por unos dientes acerados. Algo o alguien había desviado al desquiciado asesino. La muchacha entonces improvisó un torniquete que contuvo la hemorragia del herido.
El Enano —así lo llamaron al experto en tecnología e informática— había desbloqueado el portón, que contaba con una cerradura cifrada. Lo hizo en el último segundo. Si hubiera demorado un poco más, no hubiesen salido con vida de aquel bosque.
El enmascarado los había capturado y abandonado a su suerte. Solo les dijo que los mataría antes del amanecer. Muy cerca estuvo de cumplir su amenaza.
Los chicos nunca antes se habían visto. No se conocían. Sin embargo, implementaron una estrategia. Cada quien aportó sus habilidades como un verdadero equipo.
Ramiro entonces —como ahora— se moría de miedo, pero lo distrajo para ganar tiempo. En medio de una espesa niebla corría eludiendo árboles y raíces que jugaban a faulearlo. El tipo lo perseguía. Lo alcanzaba. Ramiro llegó a creer que aquel poseía visión infrarroja o la capacidad del murciélago y se valía de la ecolocalización.
El criminal no daba ni un paso en falso a pesar de la ceguera. Blandía sobre su cabeza un serrucho con más dientes que un tiburón.
La noche en cuestión, entre la respiración silbante del tipo que se acercaba, el metal cortando el aire y los latidos rabiosos del pequeño no se escuchaba el silencio.
Tal vez se haya tratado de una prueba piloto, sus primeras víctimas. Hubo más, muchas más.



Eventualmente le tocó a Ramiro investigar un caso de cuatro menores desaparecidos el mismo día. Sobre un mapa trazó una cruz: en el centro se hallaba el maldito bosque y quedaba en una posición equidistante de las casas de los pequeños secuestrados. No pudo salvarlos. Se obsesionó. Se volvió loco.
Sólo tenía una cosa en mente: cazarlo.


Laura y el Enano se habían mantenido en contacto. Ella se había jubilado antes de fin de año. A lo largo de su carrera como médica forense había visto cosas horrorosas pero, lo más siniestro: esos cuerpitos carbonizados. Siempre de a cuatro, siempre en algún bosque. Los casos la encontraban allí donde se mudara.
El hacker había desarrollado una aplicación para celulares que permitía a los padres acceder a la cámara y al micrófono de los móviles aún apagados de los hijos.



La señal de alarma se activó. Cuatro adolescentes secuestrados en menos de una hora. Cada quien representaba un punto cardinal del pinar.
La doctora y el cibernético se encontraron con el desprestigiado policía. El tiempo no estaba de su lado. Poco faltaba para el amanecer. Extraviados por ahí debía de haber unos niños asustados, muy asustados —y un asesino—.
Ramiro los vio y fue como encontrar las piezas del rompecabezas que le faltaban. Todo encajó perfectamente. El Enano se le arrimó rengueando y se abrazaron. Laura sonrió nerviosa.
El hacker les enseñó la ubicación de los niños en una pantalla; la señal del GPS de cada uno de los móviles titilaba. Les pasó los auriculares a sus compañeros. Escucharon por turnos los susurros desesperados de los pequeños.
Llegaron justo cuando una de las víctimas aullaba y se arrastraba por el barro intentando alejarse del loco. Aquel se le acercaba con el serrucho en alto para darle el golpe final.
Una pluma azul se elevó desde el caño de la 9 milímetros de Ramiro. El estruendo aturdió a todos. El segundo disparo fue definitivo y sin embargo, le vació el cargador en el cráneo.



2 comentarios:

  1. Los personajes, que se salvaron, voñvoeron a reunirse, para salvar a otras victima. Terminando con el asesinp. Y tal vez con sus propias pesadiĺas.
    Que buemos personajes.
    Jn abrazo.

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    1. Me alegra que te haya gustado. Me costó bastante conseguir contar exactamente lo que quería. Pero también me gusta el resultado.
      Mil gracias por leer y comentar.

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