jueves, 16 de mayo de 2019

El perro

Darío miraba de reojo la ventanilla del acompañante: el rastro de baba lo distraía. Volvía sin ese perro hijo de puta. Sentía alivio.
Dejó atrás la autopista y se internó en la ciudad, cargó combustible y llevó el auto a lavar.
Entró sin hacer ruido en la casa de Laura. Desde el pasillo veía los brillos  azules del televisor. Darío imaginó que su amiga se habría quedado dormida mirando una película. Apagó el aparato. No soportaba el parloteo sin sentido de las bailarinas de Tinelli. La estancia oscura, tenebrosa lo alegró. Sin embargo, encendió un velador y la despertó.
—Ya está —anunció.
—¿Se quedó bien?  —preguntó ella con curiosidad infantil.
—Sí —mintió—. Comamos.
Darío sirvió dos copas de vino y le alcanzó los frascos con pastillas.
—Tenés que darle una copia de la llave a tu amiga. Vos estás muy sola. No estás bien…
—… estás acá, ¿no?
—Ya te expliqué: me voy a la costa; vendí mi casa, tengo que desocuparla en la semana.
El hombre carraspeó y calculando el efecto que sus palabras podían provocar, dejó caer:
—Hace tiempo que te noto mal. Cada vez peor. Si existiera un manual para suicidas, creo que uno de los capítulos estaría dedicado a sus mascotas y a cómo se deshacen de ellas antes de dar el paso definitivo.
Silencio.
Tos.
Ella se atragantó con un bocado. Tosió. Tomó agua.
—Vos me encargaste que le buscara un hogar al perro.
—A John. Se llama John. Y no estoy pensando en nada… No es…
—¡Dale!


Darío se fue antes que ella saliera del baño.
Ya se había colocado el pijama y mientras se cepillaba los dientes pensaba lo fácil que había sido manipularla, enfermarla. Cerraba los ojos y recordaba las palabras, sus palabras, pronunciadas por ella como si se le hubieran ocurrido a la desgraciada. Tendría que apurarse a tirarla por la terraza o acabaría saltando sin ayuda. Él ya sabía que el entorno de Laura lo creería lejos, en Mar del Plata. No podía esperar.

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