viernes, 5 de abril de 2019

La aldea maldita

Llegó un nuevo sacerdote al pueblo. Había escuchado rumores o más bien le habían advertido sobre los hombres lobo, las brujas y otros seres perversos.
Estaba preparado con una buena cantidad de agua bendita. Rezaba y guardaba penitencia. Solo pudo dar responsos, y fueron varios. Murió al sexto día.
El cochero lo ayudó a descargar el equipaje.
—Gracias por todo. ¿Gusta una taza de café?
—No se ofenda, padre, pero no. Prefiero marcharme cuanto antes de esta aldea.
—Comprendo. Es tarde. Está anocheciendo.
—Exacto. Y hoy habrá luna llena.
El caballo relinchaba nervioso.
Apenas el muchacho subió al carro se alejó. Giró en U frente a la capilla.
Las huellas del animal en medio de los surcos de las ruedas quedaron en el barro.



Esa misma noche murió alguien. Los aldeanos murmuraban que se trataba del pistolero. Uno de ellos, el único dispuesto a tomar la justicia en sus manos, había sido cruelmente asesinado.
La viuda estaba embarazada. Lloraba junto al féretro abierto. Los vecinos se fueron acercando para darle sus condolencias. Todos se horrorizaron al ver la expresión de pánico del difunto: tez blanca como el marfil, ojos desorbitados, la boca abierta en un rictus de terror.
El hombre de sotana no conocía a nadie. Los observaba desde un rincón.
Llegó a la obvia conclusión que el médico debía de ser el hombre que le tomó el pulso a la viuda y le ofreció un vaso con agua y una pastilla.



Después del entierro las calles desoladas aumentaron la mala impresión que se había formado el religioso. La aldea maldita.
Él no lo sabía pero los pueblerinos se acusaban unos a otros. Algunos presentaban coartadas. Antes del crepúsculo decidieron colgar en la plaza a una anciana.



El alcalde votó por la mujer a la que acusó de bruja. Hubo varias quejas: “machista, misógino”, se escuchaba por lo bajo. Otros señalaban al cura, nuevo en el pueblo.
—Si fuera por eso tendríamos que colgar al cochero que lo trajo.
—Mmm. Y a usted —retrucó un señor canoso apoyado en su bastón—. Es extraño que haya llegado al pueblo con una excusa barata… ¿cuál era? Ah, sí. Ahora recuerdo: viajaba hacia el oeste a visitar a una hermana pero se enfermó. Ya pasaron quince días. Yo lo encuentro bastante sano. Claro que no soy doctor. ¿Qué hace todavía acá?
—Bueno. Tienen que creerme. Estoy buscando a alguien en particular. Soy cazador de cabezas.
Alrededor todo eran exclamaciones de asombro.
—Por eso les ruego que la ahorquemos —Sacó del bolsillo un papel doblado en cuatro con un retrato y el precio por su cabeza—. Es ella, una bruja con todas las de la ley. Hechiza y roba. Tenga cuidado, alcalde —Lo miró directamente a los ojos—. Por las noches vuela en su escoba y es capaz de abrir cualquier caja fuerte. Ya les ha robado al menos a dos alcaldes en pueblos vecinos.



El cuerpo inerte quedó colgando a la vista de todos. La tradición indicaba que permanecería así tres días.



El carcelero apresó a un hombre y lo interrogó. Él buscaba a una bestia. Alguien que por las noches de luna llena se transformara en hombre lobo. Había visto de cerca el cadáver del pistolero: no sólo inmortalizó el terror en sus gestos; a la víctima le faltaba una pierna. Alguien o algo devoraba carne humana. No creía posible que se tratara de una vulgar ladrona, por más bruja que fuera. El carcelero buscaba acabar con un mal peor.



Sin nada que hacer por evitarlo, a medianoche se transformó el preso. Andaba en cuatro patas dando vueltas por su jaula, dejando un rastro de saliva ante la mirada atónita de su captor.
El gordo se alejó de las rejas y le apuntó. El estruendo se escuchó hasta en los confines del pueblo.
Fue precisamente ese ruido el que alteró a Franco, un joven enamorado que a hurtadillas había salido de su casa para verla a su novia. Se volteó y lo vio. Un hombre lobo se abalanzó sobre él. Lo despedazó.



Durante la mañana los vecinos colgaron al padre del lobizón. La opinión generalizada era que no supo cumplir adecuadamente su rol. El castigo: pena de muerte.
La novia lloraba. La madre del muchacho, también. Otra viuda.



El sacerdote escribió una carta pidiendo su reemplazo. Quería abandonar definitivamente la aldea. Sin embargo, no encontró más destino que una muerte cruel. Las fauces del monstruo lo mutilaron.

2 comentarios:

  1. ¿Que es más peligroso, un hombre lobo o una multitud irracional y con pánico a lo desconocido?
    Un abrazo.

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    1. La multitud irracional asusta más.
      Un abrazo y mil gracias por dejarme tu comentario.

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