martes, 30 de octubre de 2018

¿Amigos o enemigos?

#aeternum
#terrorbreve

¿Amigos o enemigos?

—Estamos listos, capitán. A sus órdenes —dijo con tono seguro, orgulloso un voluntario.
—Si vienen en son de paz, les daremos la bienvenida, sino, que se preparen para una batalla épica.
Entonces, los principales edificios del mundo explotaron al unísono y las comunicaciones se interrumpieron.
—¡Fuego! —gritó el capitán.

Un viaje de terror.



—Estar bajo tierra me da escalofríos. Para colmo vamos a pasar por debajo del cementerio. ¿Justo esta noche que es la noche de Todos los Santos tenemos que ir a la casa de Mariana? —protesté.
—Su cumpleaños es hoy. Dale, no seas tan miedosa. Relajate.
—Podría haber sido más original. Esto de organizar una fiesta de disfraces hoy...
Mis dedos estaban crispados. Sujetaba con fuerza la cartera, tan solo para aferrarme a algo. Éramos las únicas pasajeras del vagón.
—¿Qué pasa? ¿Por qué nos detenemos?
 El subte frenó entre dos estaciones. El túnel era angosto. Sentía que me faltaba el aire. Me volteé para enfrentar la mirada pícara de Laura. Encontré sus ojos debajo de la capucha negra, resaltados por el maquillaje blanco y el rimel negro que los contorneaba. Las luces parpadearon. Tenía un mal presentimiento.
Los instantes de oscuridad se hicieron más tenebrosos con las carcajadas provenientes del mismo vagón vacío y el súbito olor a podrido. No deben haber pasado ni cinco minutos.
 La luz se normalizó.
—Ay. ¡Qué es esto! Ayudame —aulló Laura.
Estuve a punto de insultarla, pensando que me quería jugar una broma de mal gusto, pero una sombra negra la arrastraba. Grité. La sujeté. Su rimel se estaba corriendo. Lloraba.
 Cuando el subte retomó la marcha la sombra desapareció. Nos bajamos en la primera estación. Subimos las escaleras corriendo sin mirar atrás. A la casa de Mariana llegamos en taxi.

Todo lo que sube tiene que bajar.

   
El tío lo había subido a una nave con la esperanza de no volver a verlo. El destierro era una práctica común en aquellos días: más humana que la pena de muerte. Además, las cárceles estaban repletas.
   Viajaba solo con lo necesario para un año de subsistencia. Por eso resultó impactante su regreso tras cinco largos años. Llegó en la misma nave pero escoltado por otras veinte. Lideraba el grupo. Su velocidad hizo imposible iniciar el Operativo Defensa.
    El tío seguía tiranizando el país: uno de los más poderosos del mundo. Se reunió con los jefes de las fuerzas Armadas. Le recomendaron derribarlos, aniquilarlos.
Un campo electromagnético interrumpió las comunicaciones y ya no era posible monitorear a los invasores.
   El sobrino se presentó como un embajador de poblaciones lejanas, extrañas y poderosas, de tres planetas tan distantes de la Tierra que no eran siquiera observables desde aquí.
  Todas las puertas que se interponían entre él y el dictador fueron derribadas por sus escoltas con apenas unos soplidos. Los valientes soldados lucharon con intensidad. Todo fue en vano. El joven llegó para quedarse. Las reglas cambiarían radicalmente. Su tío y otros como él serían desintegrasdos.

lunes, 29 de octubre de 2018

Romance.

Escucharás mis palabras con tu voz
Rozarás suavemente mi palidez
Sobre un cielo blanco, oscuras estrellas
En tu corazón harán mella.
Todo lo que diga, creerás
Todo lo que calle, odiarás
Al final, mi nombre olvidarás.
Tal vez.
Esperaré en tu mesa de luz
Que vuelvas a recorrerme.

Cuando nos convertimos en dioses.



 Sabían que mucho tiempo después de haber creado la luz para ahuyentar la oscuridad de las noches, los humanos los habían diseñado a su imagen y semejanza. Tal vez para probar su capacidad o para mejorar su vida.
 Los primeros fueron condenados a los depósitos de chatarra, cementerios en los que se celebra anualmente la fiesta mundial del origen. Cada uno se acerca y deposita una tuerca o un tornillo. Ellos no suman años de vida sino que restan las piezas que pierden y saben que sus días están contados.
 Los seres humanos, al igual que los dioses del Olimpo, tenían sus defectos y acabaron por aniquilarse.
Ahora la Tierra les pertenece a sus mejores  creaciones, los robots.

El plan B.

 Estaba tan aterrado que los seguí sin hacer preguntas. Ellos parecían conocer el lugar.
 El sol se pondría en media hora. La brisa estaba cargada de olor a plástico quemado. La nube negra crecía a nuestras espaldas.
—Esto va a llamar la atención. No tardarán en llegar los bomberos —susurré agitado por la carrera.
—No había tiempo para pensar en cómo deshacerse de esos malditos.
 Ellos también estaban preocupados. Las cosas se habían salido de control. No teníamos un plan B. Habíamos logrado hacernos con un botín millonario en unas horas.
“Entramos por los fondos, los sorprendemos dormidos, los atamos y amordazamos. Mientras uno embolsa billetes y joyas, los otros hacen lo mismo en las casas vecinas. Dos horas máximo”, repasaba el plan en mi mente. Nada iba a salir mal. No mataríamos a nadie. Eso nos había dicho Adrián.
 Un infarto. Un maldito infarto. Adrián se había quedado solo en esa casa. Nos pidió ayuda para cargar los cuerpos en el baúl del auto. Abrimos el portón y salimos de allí en dos vehículos: en el que habíamos llegado y en el de esa pareja. A la mujer la había apuñalado. Según nos contó, ella estuvo a punto de apretar el botón antipánico. Nos dijo que no nos convenía que relacionaran el robo con las muertes porque de atraparnos, nos darían muchos más años de prisión.
 Yo no le creo. Pienso que Adrián tenía otras intenciones. Lo vi en sus ojos, en su mirada fría y distante cuando nos metieron en los patrulleros. La cárcel no es un sitio agradable. “No pienso quedarme un día más. Voy a colaborar y aceptar el trato que me ofrecieron. Sí. Sí, eso es. Ese hijo de mil… él haría cualquier cosa por zafar. No. No, no no. Que no lo escuchen. Los va a engañar. Capaz me culpa a mí el bastardo”.
—Señor, le pido que escriba exactamente lo que voy a dictarle —me ordenó la detective.
Yo temblaba. Reconocí esas palabras. Eran mías. “¿Cómo llegó a sus manos la carta que le había escrito a Adrián?”
 “Nos fugamos juntos. Por fin vamos a vivir nuestra vida lejos de todos, en especial de tu esposa. Te amo, Chachi”.
—Ese era el apodo del dueño de la casa. Usted lo conocía, tenían un romance. ¿Qué pasó? ¿Se murió y decidió matar a la esposa? ¿Se frustraron sus planes?
 Recién entonces lo entendí todo. Adrián me había usado, me había tendido una trampa. Se habían frustrado sus planes pero él sí tenía un plan B.


jueves, 25 de octubre de 2018

El té de las 03 de la mañana.


—No cuelgues —murmuró una voz aguda.
Eran las 03 de la mañana y hacía rato que intentaba dormir pero no lo conseguía. Estaba de mal humor.
—¿Quién demonios...
Una risa macabra me heló la sangre.
—Llegó tu hora.
Encendí las luces y caminé hacia la cocina con el teléfono en la mano. Sentía la respiración en mi oído y mi corazón latir como imitando el tic tac del reloj de una bomba a punto de estallar. "¿Quién es? ¿Qué quiere? ¿Por qué la escuchó?"
—¡No me parece gracioso! —protesté.
—Morir no es divertido.
El té que me preparé tenía un gusto almendrado. Lejos de relajarme me asustó más. Mi garganta se cerró. No podía respirar. Mis brazos se agitaban sin control. De pronto, toqué una pierna desnuda al lado mío. Abrí los ojos. Estaba en mi cama y a mi lado se hallaba una anciana de piel tan blanca y fría como el mármol. Me miraba y sonreía.
—¿Disfrutaste el té?

Las palabras de un muerto.



 Era lo único que podíamos hacer por él, dadas las circunstancias. El hombre había sido envenenado. La asesina se saldría con las suyas. Claro que nadie nos creería. ¿Cómo hacerlo? Eran las palabras de un muerto.
 El oficial nos tomaba la declaración y se detuvo con la mano arriba del teclado y la boca abierta.
—Es broma, ¿no?
—Claro que no. ¿Acaso piensa que perderíamos la noche del viernes, la única noche del mes entre amigos, acá? —dije mirando con desdén a mi alrededor—. Tenemos un vídeo que prueba todo lo que le contamos. Mire. ¡La copa se mueve sola!
 

miércoles, 24 de octubre de 2018

Vacaciones en el futuro, súper oferta.

#aeternum
#terrorbreve


 Otra noche más de lluvia. Con esta ya van tres semanas. Las patrullas siguen corriendo detrás de los asesinos y delante de las cámaras. Pasan a mi lado volando.
 El futuro llegó pero sigue todo igual. Mañana se acaban mis vacaciones, vuelvo al 2018.

martes, 23 de octubre de 2018

La fiesta del pasado.

 La noche estrellada sobre la casona de los Tellier era el escenario perfecto para la fiesta. El aire frío que se respiraba estaba impregnado de aromas agrestes.
 Carlos no estaba seguro del éxito de aquella fiesta. Caminaba impaciente sobre la alfombra del salón, alrededor de los sillones, con las manos detrás de su espalda. Se detuvo frente al hogar. Su mirada se perdió en el fuego crepitante. Su esposa apareció detrás de él sosteniendo dos vasos de whisky y le ofreció uno. Los cubos tintinearon al chocarlos. Ella le guiñó un ojo y sonrió. Carlos apenas rozó el líquido con los labios y después se le acercó para decirle al oído lo maravillosa que era.
 Unos minutos pasadas las nueve de la noche las luces de un auto iluminaron el sendero empedrado que culminaba en el porche de la casona.
Sara colocó un disco y la púa hizo contacto con el vinilo. La música le dio la bienvenida al primer invitado. ¿Quién sería? Aunque no llegara nadie más, el experimento había resultado exitoso.
 La fiesta había sido planeada por meses y, sin embargo, todavía no habían enviado las invitaciones. Lo harían una semana más tarde.
 El conductor descendió del vehículo para abrirle la puerta a una mujer extraña y refinada. Su vestido era de otro mundo.
—Gracias. Lo voy a recomendar. Es usted un magnífico chofer, tan discreto y servicial. Espero que me pueda pasar a buscar por acá en dos horas.
—Claro, no se preocupe, señora —dijo él con cierta solemnidad.
 Cuando volvió a encender el motor y antes de poner primera la contempló a su antojo, sin pudor, atónito. El vestido estaba hecho de luz o de algo que desprendía luz. El brillo, la intensidad y los tonos variaban. Ya lo había notado durante el viaje. El hombre no acababa de comprender. Lo de la recomendación también le resultó extraño pero al lado de semejante atuendo, todo carecía de importancia.
 Carlos abrió la puerta y al verla, volvió a sentirse como un niño frente a un truco de magia: asombrado, maravillado.
—Buenas noches, señora. Permítame presentarme. Mi nombre es Carlos Tellier.
—Buenas noches. Lo sé —dijo ella muy divertida —Nos hemos visto antes, en alguna que otra reunión. Claro que lo que guardo en mi memoria es en parte su futuro. Mi nombre es Luciana Bradford —le dio la mano. —Tenga, esta es mi invitación.
 Le entregó una tarjeta escrita con delicada caligrafía. La letra era de Sara. Decía así:

“Tenemos el placer de invitarla a la primera fiesta de viajeros del tiempo que se llevará en Rue Virgine 503, Estrasburgo a las 21:09 el día 08 de noviembre de 1850. Rogamos puntualidad.
Atentamente,
                    Carlos y Sara Tellier”.

domingo, 21 de octubre de 2018

El último deseo.

  Julia siempre supo que moriría el 11 de septiembre de 2001. Solía soñar con quedar sepultada bajo un montón de escombros, sin oxígeno y con varios huesos fracturados, sin poder moverse ni respirar.
Desde pequeña tuvo premoniciones. Su madre, Laura, no se sorprendió cuando una mañana se despertó llorando y dejó su oso de peluche para abrazarla a ella. Entre sollozos le contó que el abuelo estaba atrapado en un auto en llamas. Lloraron juntas. Laura ya estaba vestida de negro y la ayudó a la niña a cambiarse. La peinó.
—Laura, cariño, el café se enfría y también tu chocolatada, Juli —dijo Claudio desde el pie de la escalera elevando un poco el volumen de su voz.
  El hombre se sentó con el diario en la mano frente a su taza de café humeante. La noticia del accidente de su padre lo paralizó. Intentó negarlo pero los datos de las víctimas fatales estaban publicados. Era él, sin dudas.
 La niña bajó los escalones con cuidado. Y al verlo a su padre, lo envolvió con sus brazos. Laura se les sumó.

 Unos años más tarde la madre consultó con una psicóloga para Julia. La pequeña había crecido y reflexionado sobre sus visiones, sus sueños. Se sentía culpable.
—No quiere dormir. Tiene miedo. Piensa que tal vez sea ella la que provoca las muertes.
 La terapeuta era escéptica pero no las prejuzgó.
 Las sesiones con Julia se repetían semanalmente. Al cabo de unos meses Julia le confesó un secreto.
—Nunca le conté a mi mamá aunque, tal vez ella ya lo sepa. En un mes me voy a morir —el labio inferior le temblaba y su mirada se fijaba en un punto entre los anteojos de la mujer—Voy a quedar aplastada por un montón de escombros. No sé dónde ni por qué.
—¿Un terremoto acá, en Buenos Aires?
—Suena extraño pero tengo mucho miedo. Hace mucho que tengo esta pesadilla. Siempre pasa lo mismo. Estoy en una confitería y escribo la fecha en una especie de diario. Un rato después… to… todo se cae sobre mí —tenía un nudo en la garganta.
—¿Vos escribís un diario íntimo?
—Sí.
—¿Y si lo dejás de hacer? Si eso cambia, ¿cambia tu destino?
—No sé.

Las próximas sesiones fueron similares aunque la desesperación de Julia era mayor. Le contó que por las dudas, había hecho las paces con su mejor amiga y les había dicho cuánto los amaba a sus padres y amigos; que dormía con su perro cada noche.
  Se despidió también de ella.
—Yo te espero la semana que viene.
—No voy a venir. Ya sabés… además, mi mamá me invitó a Nueva York. Era un deseo pendiente de mi lista.

sábado, 20 de octubre de 2018

Realidad virtual.

 El domingo Germán se ocupó de lavar el auto, cortar el pasto y aceitar las bisagras de todas las puertas de su casa. Su esposa preparó la comida e incluso, las viandas para la semana.
 Casi no intercambiaron palabras en todo el día. Por la noche él intentó seducirla pero ella se excusó argumentando un fuerte dolor de cabeza.
Al día siguiente Germán llegó temprano del trabajo. Llevaba un ramo de flores y una gran sonrisa que se le fue desfigurando hasta acabar en una mueca de incredulidad. A medida que subía la escalera los chirridos del elástico de su cama se escuchaban más cerca. Hacía meses que no los oía. No sabía qué hacer. Las flores terminaron al pie de la escalera, en la planta baja.
 El crujido de la madera bajo su peso lo delató. Los gemidos y sonidos metálicos se interrumpieron. Él se apuró para entrar en su dormitorio. Encontró a su esposa sudada, apenas vestida sobre el revoltijo de sábanas, con los lentes de realidad virtual.
—Me tomás de pelotudo, ¿no? ¿Dónde mierda lo escondiste? ¡Salí, forro! ¡Da la cara! —gritaba Germán indignado mientras revisaba debajo de la cama y adentro del ropero.

jueves, 18 de octubre de 2018

La hora de mi muerte.


La mujer de la esquina se reía y le hablaba al oído a su amigo. Él le pasaba una botella y ella aceptaba con gusto un trago.
La noche era tan oscura que si no hubiera sido por la luz del semáforo no los hubiese visto desde la vereda de enfrente. Estaban sentados en un escalón a la entrada de un banco.
El viento frío me arrastraba y sin embargo, no disipaba la neblina del parque.
Mis amigos no llegaban. Consulté la hora en mi celular. Me froté los ojos y volví a mirar los grandes números. Ni un minuto había adelantado el condenado. Para mí, la espera se había hecho larga. Levanté la vista y la luz roja seguía alumbrando aquel cruce de calles, advirtiendo el peligro.
La mujer encendió un cigarrillo y se divirtió siguiendo el capricho del humo al escaparse de su boca. Un pequeño fuego rojo ardía entre sus dedos. En la tercera calada me miró fijamente. Quise escapar. Me oculté en la espesura de aquel manto blanco en medio del parque. Pero sus risas las seguía escuchando como si estuviéramos a la misma distancia que antes. No había más sonidos que aquellos y los de mi propia respiración agitada.
El reloj marcaba la misma maldita hora. Finalmente me rendí. Volví sobre mis pasos y crucé la calle. Ellos no se sorprendieron. Conocían mi nombre. Me esperaban. Yo también sabía sus nombres: eran la Muerte y el Diablo. Y el momento era, ni más ni menos, la hora de mi muerte.

miércoles, 17 de octubre de 2018

El libro prohibido.

Abrí el libro prohibido el martes. Lo encontré guardado en un baúl en una casona abandonada en el medio del campo.
Mis amigos y yo habíamos quedado en reunirnos allí esa noche. La idea era tomar unas cervezas y contarnos historias de terror alrededor de una fogata.
Ya habíamos ido muchas veces. Recuerdo que en una ocasión jugamos al juego de la copa. Yo nunca había creído en espíritus. Sólo participé para evitar las burlas de los demás. No hice caso de las letras señaladas, el mensaje había sido muy confuso. “Mi nombre es Begoña. Me mataron en el siglo XIX aquí pero, juro que nací en el año 1957.”  Para mí habían sido los chicos, Juan y Ulises. Aunque ellos insistieron en su inocencia.

Todo mi escepticismo se perdió el martes.
Entré por una ventana. Apunté al cielorraso con mi linterna encendida para corroborar mi hipótesis: murciélagos por todos lados.
La planta baja ya la conocía: muebles cubiertos por sábanas blancas, candelabros recubiertos por telarañas, un reloj cucú que solo atinaba la hora dos veces al día.
Subí al primer piso con cuidado. Encontré un baúl en una habitación. Me llamó la atención puesto que estaba al descubierto. Alguien me observaba. Lo podía sentir pero estaba sola. Mi cuerpo se tensó y se me erizaron los vellos. Eché una mirada a mi alrededor con la ayuda de mi linterna. Nadie. Escuchaba las carcajadas de mis amigos. Al parecer, seguían divirtiéndose cerca de la fogata.
Me arrodillé frente al baúl y lo abrí. Había fotos en blanco y negro, un manojo de cartas con exquisita caligrafía y un libro. En la portada se leía “El libro prohibido”. Lo levanté. Era pesado. Lo coloqué sobre mi falda y a pesar de mis temores, lo abrí.
Un murmullo proveniente de la planta baja me asustó. Dejé el libro y el celular, aún con la linterna encendida y me acerqué a la escalera sin hacer ruido. El parquet estaba ilustrado. La luz del alba se filtraba a través de las cortinas prolijamente colgadas que cubrían las ventanas.
—Vamos, apurate que la señorita Matilde debe desayunar antes que el resto. Asegurate que tome sus medicamentos. No le quites las cadenas aunque te dé pena.
—Claro, señora —respondió una dulce voz.
Unos pasos se acercaban. Me escondí. No sé si estuve adentro del ropero 10 minutos o 10 horas. Al salir, el libro ya no estaba donde lo había dejado y tampoco mi celular.
Un coro de risas infantiles hacía eco en el primer piso. El cucú anunciaba la hora. Podía imaginar a ese pájaro atravesar las puertas de ida y de vuelta ocho veces. Antes que volviera a cantar la hora logré escuchar una ronca voz masculina —¿Josefa, mis hijos ya desayunaron?
—Sí, señor —respondió la mujer de la dulce voz. —La primera fue la señorita Matilde.
Los sonidos llegaban ahogados a mis oídos. Esperé a que se alejaran. Silencio. Estaba tensa. El recuerdo de Begoña me asaltaba. “Su historia era verídica. Estoy en peligro. Hay un asesino en esta casa".
Cuando ya no escuché sonido alguno, me animé a salir de mi escondite. Respiré hondo. Anduve con paso gatuno por la habitación en la que me encontraba. Había tres camas todavía sin tender. Me asomé al ventanal.   
Afuera un grupo de niños jugaban a las escondidas como yo. Una mujer de uniforme negro y cofia blanca los vigilaba.
Decidí buscar mi celular y el maldito libro. No había ningún rastro de ellos allí. Los ruidos de la porcelana tintineando me advirtieron la cercanía de alguien. Me escabullí tras la puerta y pude ver en el espejo el reflejo de una muchacha también uniformada pasar con una bandeja. Llevaba los restos de un desayuno. Me aseguré que bajara la escalera. Yo abrí la puerta por la que acababa de salir la empleada. Frente a mí, aparecieron unos escalones encerrados entre paredes mal iluminadas. Subí. Un crujido me delató.
—¿Josefa? No me dejes sola todo el día —un lamento desgarrador. —¡¿Josefa?! —gritó perturbada una mujer.
Corrí. Ya me había descubierto y no quería que se enteraran todos.
—Hola. Me llamo Ana. Vos debés ser Matilde —le dije a la mujer encadenada a la cama haciéndole gestos para que guardara mi secreto.      
Ella había estado revisando mi celular con su única mano libre. Lo había soltado por el susto.
—Yo sabía que vendrías. No estoy loca. Jaja. ¿Qué hacés vestida así?
Yo tenía un jean azul y una musculosa.
—¡Tenés razón! Hace frío.
Pero miraba extrañada el pantalón. Los mechones le caían sobre la cara. Entre ellos se adivinaban unos iris que rodaban para dejar en blanco los ojos. Arrastraba las palabras.
Me pareció inofensiva. Me acerqué y me senté en el borde de la cama. Debajo de la misma se encontraba el libro. Uno de sus extremos sobresalía. Me agaché para agarrarlo. Fue lo último que hice. Matilde me apuñaló. Dolor. Frío. Terror.
Un hilo de sangre corría sobre mi piel. El libro se cubrió de sangre. Una risa macabra llenaba todo el espacio. Y luego, una voz.
—Bienvenida. Intenté ayudarte pero no supe cómo. Comprendí que se trataba de Begoña.
Aquí estoy desde aquel día, esperando que mis amigos vengan a jugar conmigo al juego de la copa. Quiero advertirles sobre el libro y los moradores de la casona.

El hombre con menos suerte del mundo.

El coche fúnebre se alejaba lentamente remolcado por la grúa mientras que cuatro hombres jóvenes bajaban por las escalinatas de la Iglesia con cuidado el féretro de Carlos, su abuelo.
 En ese preciso momento, un turista chino captaba toda la escena con su cámara fotográfica.
Los amigos del difunto caminaban lentamente detrás del cajón. Tardaron en reaccionar y estaban grandes para correr detrás del remolque. Dos de ellos alentaron a los muchachos para que se dieran prisa, que aprovecharan la detención del vehículo en el semáforo en rojo. Ellos los reemplazaron como pudieron pero al cabo de unos segundos, el ataúd terminó cayendo y rebotando contra los escalones. Acabó en medio del patio del templo todo raspado.
 El más inoportuno de los amigos soltó una carcajada. Los demás lo imitaron.
—¿De qué otra forma podría haberse ido Carlitos?
Los nietos estaban afligidos y molestos con aquellos pero aceptaban la ironía de la situación: ni en su último paseo podían salir bien las cosas.
 El turista fotografió la insólita escena: un grupo de hombres riendo a carcajadas alrededor de un ataúd destartalado frente a la iglesia. A la brevedad se sumaron otros curiosos que se detuvieron intrigados. Varios de los desconocidos pensaban en voz alta, hacían conjeturas.
—¿Será una cámara oculta?
—Seguro.
—Sea como sea, me parece una falta de respeto —opinó disgustada una mujer —En el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo, amén—. Siguió su camino.

—¿Te acordás, Pedro, cuando fuimos a pescar a Corrientes y a Carlitos se le enganchó el anzuelo en la pollera de una señora?
—Sí —río Pedro—, tuvimos que salir corriendo. Nos querían matar los correntinos. Carlos no se rindió tan fácil. Él quería recuperar la línea y el anzuelo. Al final, cuando los amigos de la dama se sacaron los abrigos en son de pelea, se puso a correr. Perdió todo.
—Sí, lo hicimos correr atrás del auto unas cuantas cuadras.

 Los que no conocían esa anécdota igual se sumaron al coro de carcajadas imaginando al hombre con menos suerte en todo el mundo arrodillado a los pies de una mujer, intentando desenganchar el anzuelo de la falda colorida. Siendo perseguido luego por unos cuantos pescadores, todos corriendo detrás de un auto en movimiento.

 La fama de Carlos era tal que cuando sus familiares y amigos solicitaron permiso para esparcir sus cenizas en el estadio del club de fútbol de su ciudad, del cual había sido un gran fanático, las autoridades se negaron rotundamente.
—Si su suerte lo acompaña, no ascendemos nunca más.
 Palabras más palabras, menos esa era la opinión de todos los responsables del club.

 Una hora más tarde seguían esperando otro coche fúnebre. Al más gracioso del grupo se le ocurrió que podrían transportarlo en algún portaequipaje. Todos rieron de la ocurrencia.
—¿Es broma, no?
—No, no. Lo digo en serio. ¿Qué tal si hoy se murieron más personas de lo habitual y no dan abasto en la cochería?
Ya lo estaban asegurando con unas sogas sobre el techo de un Renault 12 de color turquesa metalizado cuando llegó un vehículo más apropiado. Lo traspasaron.
 La historia de sus cenizas es un misterio. Sólo diré que el presidente del club contactó a los amigos de Carlos tras cuatro derrotas consecutivas, un defensor y el arquero lesionados, para sacarse la duda.
—¿No las habrán esparcido acá sin mi consentimiento?


lunes, 15 de octubre de 2018

La herencia maldita.

 Adela empeoró y su hija, Andrea, entró corriendo al salón buscando al doctor.
 Algunos de los invitados se habían retirado. El resto escuchaba en silencio y con deleite el concierto que ofrecía Carolina, la hija del doctor, amante de los pianistas clásicos.
 La puerta doble se abrió de par en par y de pronto, los acordes cesaron. Todas las miradas se posaron en la morena de pies descalzos, camisón blanco y mejillas húmedas.
 El dueño de casa se incorporó sosteniendo su pipa y dejó escapar una voluta de humo, una cortina tras la cual desapareció para arrastrar por el brazo a la criada.
 Hasta ese momento nunca le había prestado atención. Tenía casi la misma edad que su hija. Nunca había permitido que jugarán juntas. Andrea vivía con su madre en un cuarto junto a la caballeriza, cruzando el patio.
 La muchacha era introvertida. Se dedicaba a cumplir con sus quehaceres sin lamentarse. Hubo ocasiones en las que el doctor la había sorprendido mirando fijamente a su hija, con una mirada cargada de odio. Cada vez que sucedía, se limitaba a hablar con Adela para que ésta la reprendiera.
 Parados frente al aljibe el hombre no pudo evitar notar bajo el ligero camisón los pezones oscuros y endurecidos de la joven. Un pensamiento perverso se apoderó de él y la culpó a ella.
—¿Qué querés? —bramó furioso zamarreándola.
—Mi mamá está muy mal. Se muere —dijo ella entre sollozos.
—¿Cómo? ¡Qué calamidad! —se escandalizó y le soltó el brazo para correr hacia la habitación de la enferma.
 Andrea se frotó la zona dolorida segura que pronto aparecería un moretón del tamaño de los dedos del hombre. Lo siguió preocupada por su madre.
 Un farol de kerosene encendido sobre la pequeña mesa junto a la cama iluminaba el cuarto de techo bajo y sin ventanas.
 El hombre examinó a la mujer que deliraba de fiebre. Descorrió la manta y dejó al descubierto un abultado abdomen. Tanto que el primer impulso fue desviar la mirada. La imagen lo perturbó.
—No te mueras sin decirme cuál es el futuro de mi hija. ¡Es una orden!
—Ella también puede hacerlo —respondió señalando sin fuerzas a Andrea que permanecía de pie a un lado de la cama.
 La mujer exhaló su último aliento. El doctor le cerró los ojos y se persignó. Andrea se contuvo hasta que el dueño de la casa se apartó de la cama y entonces, con un grito ahogado en llanto gritó:
—¡Mamá! —mientras la abrazaba para darle calor.
El hombre se detuvo en el umbral y sin voltearse a contemplar tal escena le aclaró que haría un pequeño velorio al día siguiente y se ocuparía de brindarle a su madre una cristiana sepultura en el cementerio municipal. Luego, cambiando el tono, perdiendo la solemnidad, le confesó que necesitaba un favor.
—Tu madre enfermó y murió sin leerme el futuro de mi hija. Carolina está por cumplir quince años y ya cuenta con algunos pretendientes. No puedo esperar más para saber cuál es el mejor partido para ella. Mañana después del entierro…
—Como usted mande.

 Su madre se llevó a la tumba muchos secretos. La pequeña jamás había comprendido el desprecio que le demostraba el médico y, en cambio, con Adela siempre había mantenido un trato cordial, más ameno, incluso humano. Ahora que sabía el interés del hombre por el Tarot, podía atribuir aquel comportamiento a que su madre siempre había accedido a tirarle las cartas y que la fortuna siempre había estado de su lado. Con esta idea en mente se sintió poderosa por primera vez en su vida. Sin embargo, más tarde esa noche, durante uno de los breves momentos en los que logró conciliar el sueño, tuvo una pesadilla.
 La pesadilla fue tan real que al despertar no supo si lo había soñado o recordado. Su madre le había aconsejado que enterrara con ella dos cartas del Tarot: la sacerdotisa y la muerte. “No querrás que le salgan esas y tener que pronosticarle una corta vida. Él podría matarte”.
 Andrea vistió a su madre por primera y última vez. Le colocó un collar y unos pendientes y ocultó entre la ropa interior los dos naipes de la baraja. Sus manos no dejaban de temblar.
 Tomó otro pañuelo para soplarse la nariz. Las mangas de su vestido estaban empapadas en lágrimas. Hasta ese momento no se había dado cuenta de lo feliz que había sido. Había alguien en el mundo que la amaba y la protegía. Ya no. Ser huérfana era peor que ser mujer, morena, pobre y menor de edad en esa época, en esa sociedad machista, racista e hipócrita.
 La baraja de cartas del Tarot era toda su herencia y estaba maldita.
 
 Al entierro asistieron otras criadas de la casa, algunos peones y conocidas de la difunta que habían solicitado la mañana libre para ir al cementerio. El doctor no fue.
 Por la tarde, iluminados por la llama inquieta de una vela, Andrea le tiró las cartas al patrón en el cuarto del fondo.
Los relinchos de al lado la interrumpían. El tono de su voz era tan débil que se tornaba inaudibles sus palabras y guardaba silencio mientras ordenaba sus ideas. No sabía mentir. Se ruborizaba y las palmas de sus manos transpiraban.
 Cuando le dio la espalda al doctor para servir dos vasos de agua él se acercó por detrás y la abrazó. No era un gesto de cariño, empatía, sino más bien, una muestra de poder.
—Tranquila, querida. Vas a seguir recibiendo alimento y vas a tener un techo sobre tu cabeza. Nada te va a faltar —le susurró al oído.
 Andrea se desmayó en medio de la violación. Al despertar, juntó sus cuatro vestidos, el mazo del Tarot y unas cerillas y salió por los fondos de la propiedad. Caminó errante un rato para acabar finalmente en el cementerio.
 Cuando la tormenta se desató buscó refugio. Encontró una puerta abierta y se refugió dentro de un mausoleo, sin darse cuenta que esa pesada puerta de roble sólo se podía abrir desde el exterior. Con las cerillas prendió fuego las cartas para alumbrar el terrorífico lugar en el que su corta vida acabaría. Lloró por su madre y por ella misma.
 Esa noche la tormenta inquietó al doctor o tal vez, su conciencia. Tuvo que levantarse para asegurar los postigos de su ventana para que dejaran de chocar una y otra vez.
 Unos minutos más tarde, Adela se presentó a los pies de la cama del hombre. Él palideció. Primero le gritó altivo que se marchara. Después, le suplicó y se disculpó. Ella simplemente tomó una almohada mullida y hundió su cabeza bajo la misma hasta que sus piernas y brazos dejaron de agitarse.
Un colega del hombre concluyó que la muerte del médico se debió a un infarto del miocardio. La sorpresa fue que al abrir el mausoleo familiar para depositar su cajón se encontraron con el cuerpo sin vida de Andrea.


viernes, 12 de octubre de 2018

Terror en la noche de boda.


  Uno a uno van llegando los invitados al salón de fiestas tras la boda de Carlos y Daniela.
  Los novios posan en los jardines ante la cámara. El fotógrafo retrata sus miradas rebosantes de felicidad y sonrisas dulces. Pero, también, las arrugas de preocupación en sus rostros al escuchar disparos provenientes del interior.
—El que espera desespera —grita encolerizado un ebrio.
   El hombre camina dando tumbos con un revólver en la mano. Dispara. Una mujer vestida de blanco cae al suelo y la mancha de sangre se esparce a su alrededor.
  Todos los demás gritan y se tiran al piso. Un señor mayor y sordo sale del baño, ajeno a la situación y recibe un proyectil en el pecho.
 Daniela sufre una crisis nerviosa. Puede ver por un ventanal a su exnovio vestido con harapos disparando contra su padre y una amiga.
—Muerto el perro se acabó la rabia —dice entre carcajadas cuando se acerca al primer cuerpo.
   Se arrodilla y le corre los mechones de la cara a la mujer sólo para comprobar que no es quién pensaba que era: la novia. Se incorpora indignado. Busca entre los presentes a Daniela y al no encontrarla, la llama.
—Daniela, no sos mía, no sos de nadie. Te van a enterrar con ese vestido. Vení ya —ordenó—. Date prisa pero no corras.
   Carlos le tapa la boca a su esposa para así evitar que sus gritos revelen su posición.
   Llegan tres patrulleros. El asesino no tiene escapatoria. Dos oficiales lo tienen en la mira y le ordenan que suelte el arma.
  Las luces de colores rebotan contra las paredes desnudas, el cielorraso y el piso lleno de sangre y orina. En la cocina algo se quema.
  En los jardines otros oficiales intentan trasladar a los recién casados a una zona más segura.
  Se escuchan dos disparos más: uno atraviesa un cristal y la bala ingresa por la espalda de Carlos mientras que el segundo derriba al intruso.
 Los tres cuerpos son finalmente transportados a la morgue. El recién casado debe ser operado de urgencia. Se necesitan donantes de sangre. Su vida está en riesgo.

jueves, 11 de octubre de 2018

Los últimos científicos.

Los habían presentado esa mañana mientras les hacían unos análisis a cada uno. Los resultados fueron negativos para el Mal de Antoriux. Otra cosa que tenían en común: eran algunos de los científicos más reconocidos del mundo. Los dejaron en una sala inmaculada y se fueron. Antes, les explicaron la gravedad del problema y que las comunicaciones con sus jefes serían a través de videoconferencia.
Tenían que sintetizar la proteína H de la araña que resaltaba por sus colores, azul eléctrico y negro encerrada en un frasco en medio de la sala blanca.
Debatieron sobre los procedimientos más adecuados que debían seguir y se asignaron tareas.
Marta, exhausta por la feroz competencia de intelecto, se acercó a la ventana para abrirla y expulsar el humo de cigarrillo que acababa de encender.
—¿Podés apagarlo? Ni se te ocurra abrir la ventana —le ordenó Roberto.
—Sh… no nos dejan escuchar al jefe. Silencio —exigió Pedro, el calvo de barba blanca.
La comunicación fue breve e interrumpida por la interferencia. Antes de que la pantalla emitiera ruido blanco, el jefe había dicho que en cuestión de horas, los 243 sobrevivientes morirían sin el suero que debían producir. El virus arrasaría con la humanidad si ellos no se ponían a trabajar como equipo. El hombre había hablado con dificultad.
Roberto exclamó —También está enfermo y va a morir. ¿Se fijaron que en el vaso de agua que bebía se habían asentado unas gotas de sangre? Cada vez que tosía se rompía un capilar sanguín…
—Sí, sabelotodo. Ya lo notamos —espetó Marta, furiosa.
El calvo estuvo a punto de intervenir pero Tomás, el más joven del grupo, decidió hacer algo muy arriesgado para resolver este conflicto y evitar otros. Levantó el frasco que contenía al arácnido y lo blandió sobre su cabeza.
—¡Se van a poner a trabajar o nos morimos todos, cada uno con su maldito orgullo!
Natalia, la última del grupo, se persignó.
—¡Por Dios, dejá eso en su lugar!
El calvo y el muchacho forcejearon y el frasco se desplomó. La araña caminó rápidamente sobre los vidrios rotos y se escabulló ante la mirada incrédula de los científicos.
Intentaron localizar a su jefe, pero sin éxito. Gritos y llantos hacían eco en las paredes desnudas. Marta encendió otro cigarrillo y con actitud desafiante le arrojó el humo en la cara de Roberto —¿Qué me vas a decir? Ya estamos muertos.
Natalia empuñó un bisturí.
—Yo decido mi final. No quiero sufrir —y cuando se apoyó el filo sobre la muñeca izquierda, Tomás la detuvo. Apretó su muñeca con tanta fuerza que la inmovilizó.
—Esto es una cámara oculta. No nos vamos a morir. El laboratorio quería asegurarse que podrían trabajar en equipo pero fracasaron. Pese a sus impresionantes currículos, no serán parte de la empresa —dijo Tomás mientras les mostraba las cámaras escondidas.
En ese momento llamó el jefe.
—Buena suerte, damas y caballeros. Tomás, mañana entra otro grupo.



martes, 9 de octubre de 2018

El mensaje.

  Los recién llegados fueron presentados al resto de sus compañeros. Venían de lejos con sus mochilas al hombro, cansados por el largo viaje pero ilusionados. Eran conscientes de la gran oportunidad que se les brindaba: podrían jugar al fútbol en uno de los mejores clubes del país.
  Todos querían destacar. Sin embargo, en el trato había uno que sobresalía. Felipe era un líder natural. Los demás le hacían caso, le festejaban los chistes y ocurrencias.
       Esa noche después de cenar, en torno a una gran mesa, Felipe instó a los desconocidos a que contaran algo de ellos mismos y sus lugares de origen.
       Mariano fue el primero de los tres en hacer uso de la palabra pero no impresionó. Agustín les habló de sus nueve hermanos y lo dura que era su vida en el Chaco. Muchos se sintieron identificados y evocaron los recuerdos de sus tierras. Más tarde fue el turno de Lucas. De pronto se hizo un silencio interrumpido por el carraspeo del muchacho que se aclaró la garganta para luego continuar con el hilo de su relato.
—Les juro que esto pasó de verdad. Estaba durmiendo la siesta en un sillón bajo el alero y empezó a llover. El cielo se había oscurecido tanto que parecía la noche. Granizaba. Adentro de mi casa la televisión se encendió sola. El volumen me aturdió. Corrí para apagarla pero cuando me di vuelta se volvió a encender. No había nadie más en mi casa. Me asusté. Es la verdad. Tendrían que haberlo visto. A cualquiera de ustedes les habría dado miedo —se defendió de las miradas burlonas de sus eventuales oyentes—. Tito, mi perro, empezó a aullar. Para mí que le hacía mal a los tímpanos. Yo me acurruqué con él debajo de la mesa y me tapé los oídos. En eso me fijé y los canales saltaban de uno a otro. Empecé a gritar, a putear. Tito ladraba con el rabo entre las patas.
Estaba agitado como si hubiera corrido noventa minutos en una cancha de once. Me faltaba el aire. Estaba transpirando. Me pellizqué para despertarme de la pesadilla.
—Ah, ¿Estabas soñando? —interrumpió uno.
—Dejalo terminar su historia —ordenó Felipe y lo alentó a continuar.
      Silencio. Todos lo miraban, incluso el sereno se había arrimado al grupo con curiosidad.
     Lucas los miró fijo a los ojos a uno por uno, tomó aire y con una mirada triste dijo:
—Antes de despertarme pude escuchar: “Hijo, no tengas miedo. Siempre te voy a cuidar. Te amo”. Eran palabras sueltas de periodistas, actrices y locutores, como si fueran esos recortes de diarios o revistas que se usan para transmitir un mensaje. Bueno, eso. Yo supe que era mi mamá. Me desperté y el.sol brillaba, el cielo era azul y no había ni una sola nube. Quise hablar con mi mamá. la llamé pero no me contestó. Prendí la tele y un periodista contaba cómo había sido la trágica muerte de una mujer que sorprendida por la tormenta, se estrelló contra un camión y murió en el acto. El accidente había ocurrido a varios kilómetros de mi casa. La mujer identificada era mi mamá.

lunes, 1 de octubre de 2018

La Magdalena.

   La encontré en aquella esquina y la confundí con la Magdalena. La invité a mi coche y sonrió. Unas luces azules y rojas que cortaban la oscuridad de aquel rincón de la ciudad casi me disuaden pero se sentó a mi lado y nos alejamos.
   Me pidió un trago, tenía sed. Yo le ofrecí cien. Más tarde quiso jugar pero no precisamente a las damas.
    Estaba sólo de paso y aproveché la ocasión. Me detuve junto a sus caderas y me dejé convencer por esa boquita pintada.
  Ahora le escribo a un gran amigo para decirle que sigue viva y le recuerda con una sonrisa.