viernes, 30 de noviembre de 2018

¡Qué miedo!

Me cansé de llorar. Nadie vino a calmarme. El móvil sobre mi cama se movía solo y la cortina se inflaba y se desinflaba.
—¡Mamá! —aullé.
Silencio. Toqué el piso frío y me dieron ganas de ir al baño. Corrí. Después fui a la habitación de mi mamá y estaba vacía. Me trepé a su cama. Sobre la almohada había una cajita misteriosa. La estaba por abrir cuando sonó desde adentro un teléfono. Me apuré para atender.
—Hijo, ya eres un hombrecito y necesito que me hagas un favor: llama a tu padre. Ya. Que pase por tí. Entrégale este celular.
Ella lloraba. Una persona detrás suyo aparecía con una máscara.
Mi papá llegó muy pronto. Él la va a ayudar. Es el mejor policía del mundo.

Secuestro.

—¿Será el padre? —preguntó Juana a sus compañeros señalando al hombre que envalentonado se había bajado de un auto en marcha y se acercaba a María.
El grupo se había reunido en la plaza como habían acordado la noche anterior. No iban a ir a la escuela. Estaban con sus uniformes y las mochilas.
María se había quedado rezagada. Se columpiaba.
—¡Está gritando! —se horrorizó un chico.
Todos corrieron en dirección a su amiga que intentaba sujetar con fuerzas las cadenas pero que inexorablemente fue arrastrada por los pelos y desapareció ante sus ojos atónitos.

lunes, 26 de noviembre de 2018

El dragón.

Para mí es un misterio todo lo vinculado con el Parque Itachi. La estatua con forma de dragón posee el poder del encantamiento. Se eleva a más de diez metros sobre su pedestal y parece volar. Sus ojos acechan a quienes se atreven a mirarlos. Al atardecer engulle la bola de fuego y la escupe por su boca.
He visto niños muñidos de tapas de cestos de basura y ramas que empuñan como armas desafiando a la bestia. Madres que corren despavoridas para arrastrar por el brazo a los valientes y llevárselos lejos.
El artista que la ha diseñado y tallado en un material que no es de este mundo desapareció el día previo a la inauguración. Según pude averiguar, nunca cobró el último cheque.
Soy el único que regresa cada día en busca de inspiración para mi novela. Los vecinos prefieren caminar por la vereda de enfrente. Imagínense mi sorpresa cuando la semana pasada descubrí una foto rodeada de velas y flores. Era un pequeño altar para una muchacha extraviada. Al parecer la habían visto allí por última vez. Pedían información. Los altares se multiplicaron. Hoy ya son siete las jóvenes buscadas.
Unos agentes me han detenido para interrogarme. La gente me señala como un posible sospechoso. Mi única defensa y esperanza es que vuelva a ocurrir estando yo en el calabozo.

viernes, 23 de noviembre de 2018

Volver.



Cumplí la misión y volví a mi tierra. Solo demoré 136 años humanos. Mis predecesores habían hecho un buen informe. Ellos son avaros y codiciosos. Se desprecian unos a otros por distintas causas que van desde el color de la piel hasta sus ideas políticas y religiosas pasando por su origen.
Ya he probado con el colonialismo, las guerras mundiales, el terrorismo. Les he inspirado miles de ideas respecto de armas, estrategias y tácticas de guerra. Todos y cada uno las han hecho propias. Yo mantuve en secreto mi verdadera identidad y mi objetivo.
Al fin llegué, justo a tiempo para exponer ante mis compañeros las conclusiones de mi experimento.
La maestra me felicitó y les preguntó a mis compañeros:
—¿Creen que la Tierra podría ser fácilmente conquistable?
—Sí —respondieron a coro.
—Ellos comprenderán que el más fuerte puede dominar e imponerse al más débil. Los humanos lo han hecho siempre así, ¿no, Hardyn?
—Sí, todos los seres que habitan la Tierra, en general —respondí.
La maestra volvió a tomar la palabra.
—Prepárense. Su última tarea escolar será la conquista del planeta azul. Tienen un plazo de 136 horas, es decir, 136 años humanos.

jueves, 22 de noviembre de 2018

Casi un ángel.

—Laura, esto es terrible —me dijo mi exesposo mientras me abrazaba.
No recuerdo habernos abrazado en años. Hacía tiempo que nos habíamos separado. Yo no podía dejar de llorar. Necesitaba aferrarme a algo, a alguien y sin dudarlo, lo rodeé con mis brazos.
—Hiciste una buena elección. Con ese vestido floreado parece un ángel. Y el color de las mejillas… —me hablaba al oído, mirándola por encima de mi hombro.
Al mediodía llegaron sus compañeros con los uniformes de la escuela. Uno a uno se fue acercando al cajón. Me dieron el pésame.
Mis recuerdos de aquel día llegan como diapositivas, imágenes que se suceden lentamente, que resplandecen y resaltan por la negrura del momento.
Estaba al lado del cajón sosteniéndole la mano a mi pequeña. De pronto, murmullos. Se fue corriendo una voz desde la entrada del lugar.
“¡Qué atrevida!” pensé. Era Lucía. Caminaba muy tranquila por el pasillo que le habían formado los muchachos. Mascaba chicle como siempre, con la boca abierta.
—¿Quién es esa? —me preguntó Raúl extrañado.
—Era su novia. ¿No lo sabías? Yo le tenía prohibido que la viera.
—¿Mi niña…?
—Sí.
—¿Y desde cuándo sos homofóbica? —me preguntó aún más sorprendido.
No le respondí.
Ella se acercó con un vaso de agua en la mano. Escupió el chicle al lado de mis pies. Raúl me contuvo. “¡Qué insolencia!”, quería sacarla de allí a patadas.
Vació el contenido del vaso sobre el rostro de mi hija. Fue el colmo. La sujeté de un hombro pero ella logró zafarse. Apoyó sus labios sobre los rojos de mi niña. Un escalofrío me estremeció. Todas las miradas caían ahí. Silencio.
En ese momento escuché una inspiración tan profunda que parecía como si alguien hubiera dejado sin aire la habitación. Llanto. Un milagro.
Mi hija se había incorporado y lloraba. No entendíamos nada.
Un médico me explicó que se había tratado de un estadío conocido como catalepsia.

Una segunda oportunidad.



Evacuaron la ciudad a causa del incendio. Un mendigo quedó atrapado en una iglesia en medio de las llamas. Las vigas del techo caían sobre el altar y los bancos de madera.
Había entrado a hurtadillas buscando comida y algo de vino, ajeno a las noticias.
Lo primero que pensó fue que Dios lo castigaba por haber robado y que ardería en el infierno. Por eso, cuando sobrevivió no pudo comprender.
Varios periodistas lo rodearon para entrevistarlo. Todos querían saber cómo había hecho para escapar con vida. Él los ignoró.  Un hombre con micrófono en mano lo siguió. El acosador se ofreció a comprarle un traje y algo de comida a cambio de una nota en exclusividad. El vagabundo eligió un traje no muy barato. La cena la disfrutó en silencio. Meditaba acerca del significado de su vida, de su salvación. Por fin habló.
—Seguí a las ratas. Ellas me guiaron hacia un sótano. Una vez bajo tierra descubrí ante mí dos caminos. Escogí uno. Lo recorrí durante horas. Tanteaba las paredes estrechas. El suelo que al principio era macizo se fue cubriendo por agua. Nunca me voy a olvidar de este día. Por un momento pensé que acabaría junto a Satanás y al final llegué al paraíso: una cueva con la temperatura ideal, con una cascada y una laguna de agua pura. La luz llegaba desde lo alto. Todo era paz. Ya no tenía miedo.

sábado, 17 de noviembre de 2018

Posesión.

 La llama titubeante de la vela incrementó su malestar estomacal. Tenía un mal presentimiento. Su pollera se levantó a causa del viento frío.
 Parada allí, delante de la vieja casona abandonada al costado de las vías del tren, intentaba ahuyentar a los fantasmas. No lo había hecho nunca hasta ese día.
 Estaba embarazada. Antes del primer día de atraso ella ya lo había advertido. Lo soñó. Siempre confió en sus sueños. El problema se había presentado una noche mientras dormía. Fue la última noche que durmió.
 Había podido sentir cómo una figura encapuchada se metía en su dormitorio y apoyaba una mano sobre su vientre. Ella era consciente que dormía pero no lograba despertar. Suponía que aquel espíritu intentaría poseer el cuerpo de su hija aún sin nacer.
 Su esposo no le creyó, en cambio, se quedó mirándola con pena.
—Necesitás descansar. ¿Por qué no tomás una pastilla para dormir? —besó su frente y se fue a trabajar.
 Esa noche subió a su taxi un hombre. Lo llevó a la vuelta de la casona. Mientras se acercaban el pasajero le contó algunas de las historias más escalofriantes que había escuchado. “Un sacerdote entró y bendijo casi todos los ambientes. Hubo una puerta imposible de abrir. Del otro lado, se escuchaban ruidos de cadenas arrastrándose.y martillazos. Muchos vecinos dejamos velas encendidas en las rejas del perímetro para espantar a las almas perdidas que habitan allí”.
 Apenas quedó libre, giró en la esquina a toda velocidad. Buscó su celular para llamar a su mujer. Lo encontró caído debajo del asiento del acompañante. Cuando volvió su vista al frente alcanzó a ver a una persona parada delante suyo. No llegó a frenar. Atropelló a alguien. Se bajó del vehículo. Lloraba. Gritaba pidiendo auxilio. Su esposa agonizaba. Un par de policías asistieron el parto. La mujer no sobrevivió. Los martillazos cesaron automáticamente desde el momento en que la niña nació.

miércoles, 14 de noviembre de 2018

Perder la cabeza.

 “No prendas la luz, Tamara, por favor”, decía para sus adentros el hombre oculto tras unas largas cortinas que cubrían el ventanal de la habitación del hotel. Todavía empuñaba el cuchillo ensangrentado. Las gotas caían mudas sobre la alfombra.
 Tamara había vuelto a buscar el celular que se había olvidado en la repisa bajo el espejo del baño. Entró sigilosa para no despertar a su amiga, a quien creía dormida. En el hall del hotel la esperaba su novia.

 Las tres mujeres habían viajado a Mar del Plata para disfrutar de sus playas durante el día y, de sus boliches por la noche. Habían manejado por turnos desde Bariloche.

  Carolina se había excusado.
—Salgan ustedes, chicas. Yo voy a dormir un poco. Me duele la cabeza. Voy a tomar una pastilla y mañana seguro que me voy a sentir mejor.

 Cristian se había enterado del viaje. Carolina lo iba a abandonar. No lo iba a permitir. Él la sentía su mujer. Quería casarse con ella, tener hijos. Pensaba que podría convencerla una vez que la dejara embarazada, por eso pinchaba todos los preservativos que ella le pedía que usara. Estaba seguro que sus amigas le habían  recomendado que se hiciera un aborto y que se olvidara de él.

 La bruja se había quedado con un conjunto de ropa interior y una foto de Carolina. Tenía sus datos personales completos y le había prometido que haría un trabajo de unión de la pareja.
“Va a perder la cabeza por vos. Ya vas a ver”, le había dicho aquella señora regordeta de pelo canoso y labios mal pintados. Él se impresionó cuando vio a la gallina y al gallo atados por las patas pero, más aún cuando la mujer le cortó con una cuchilla muy afilada la cabeza a la hembra.

Casi amanecía cuando la pareja volvió a la habitación. El cielo plomizo le daba al lugar un aire tétrico. Lo primero que vieron fueron huellas marcadas con sangre sobre la alfombra gris. Había dos pares de pisadas: uno de mujer y otro de hombre. Se tomaron de las manos para caminar juntas hasta el pie de la cama. Gritaron y corrieron para escapar de allí, para pedir ayuda. Todo era un baño de sangre. Su amiga había sido decapitada.

lunes, 12 de noviembre de 2018

Una nueva organización.

Micaela, Tomás y Blas, los tres hermanos que perdieron a sus padres tras la última guerra, caminaban entre los escombros de lo que fue su ciudad.
Eran apenas unos niños y se juraron lealtad.
—Siempre juntos.
—Sí.
—Siempre. Y nunca confiemos en los adultos. Ellos destruyeron todo —añadió Blas.
Todos estuvieron de acuerdo.

Habían pasado tres días desde el cese del fuego. No se escuchaban ruidos pero aún la nube de polvo no se había asentado y el olor empeoraba. El aire se tornó irrespirable.

—Tenemos que irnos. Busquemos otro lugar —sugirió Tomás con caminos de lágrimas secas en su cara sucia.
—Yo voy a dibujar un mapa por si alguna vez queremos regresar —dijo Micaela.
—Tengo hambre y me duele la cabeza —se quejó Blas.
Su hermano mayor lo abrazó.
—No pienses en eso ahora. Ya se me va a ocurrir una idea.

En los límites de su antiguo barrio encontraron un árbol de moras. No lo podían creer. A pesar de no contar con fuerzas corrieron hacia él. Sus manos y sus bocas pronto se tiñeron de púrpura.
Micaela dibujó un árbol y lo pintó de morado. Al pie del mismo anotó un número: tres, las horas que calculaba habían tardado en llegar hasta el paraíso. Llevaba una mochila con sus útiles escolares.

Caminaron unas horas más sobre hierros retorcidos, montañas artificiales surgidas de los restos de edificios y vehículos. Sus ojos ya se habían acostumbrado a ver cadáveres por todos lados. Nada se movía.
—Tuvimos suerte. ¿Se dieron cuenta que no quedan muchos árboles? —observó Micaela.
—Es verdad.

La noche los sorprendió con el brillo de las dos lunas: la natural y la que había lanzado China unos años antes del inicio de la guerra. Las nubes oscuras se encandilaban con los rayos azules y blancos. Los truenos aterraban a los pequeños. Irrumpían el silencio y les recordaban a otros ruidos estrepitosos e igual de incontrolables por su parte.

Dentro de un colectivo destartalado escucharon sonidos. Dieron unos pasos en esa dirección. Tomás iba delante de los otros. Empuñaba dos cuchillos que había sacado de su mochila.
—Llevalo a Blas lejos —le susurró a Micaela.
Se escuchaban voces. Tomás tosió y se maldijo. Evidentemente lo habían escuchado. Las personas del colectivo habían dejado de hablar. Por una ventanilla sin vidrio asomó los ojos un niño. También estaba asustado. Frunció el entrecejo y sus ojos rasgados se notaron como dos líneas.
—¿Quién es? ¿Qué busca? —desde el interior preguntó una mujer irritada de voz aguda.

Tomás se acercó. Se presentó primero con el chino. El niño no era mayor que su hermano. No le respondió el saludo pero no dejaba de mirar los cuchillos que todavía sujetaba. Cuando comprobó que con el pequeño solo había una mujer desarmada, guardó los cuchillos. Silvia, la mujer, estaba lastimada y apenas podía moverse: tenía un corte profundo en la pierna y si bien, ya no sangraba, se le había infectado la herida. Lo miraba con ojos vidriosos y temblaba ligeramente.
Tomás sacó una botellita de agua de su mochila y esperando que no se la acabase, le ofreció un poco. Después, mostrándose seguro le hizo una incisión muy cerca de la lastimadura cicatrizada solo parcialmente. Ella se desmayó. Tomás cortó una tira de su remera e improvisó un torniquete.
El chino comprendió que el muchacho solo quería ayudar. Pensaba muy bien las palabras. Cuando no sabía cómo se decía algo en castellano, usaba el mandarín. Se llamaba Kevin y había llegado a la Argentina con su familia huyendo de la guerra, hacía dos meses.
“Dos meses. La más destructiva de las guerras duró dos meses. Destruyeron todo por qué, para qué”, pensó Tomás.
Los chicos chocaron puños y el mayor salió a buscar a sus hermanos. Ellos a su vez habían conocido a Martina y a Valentín. Hablaban todos muy animadamente. Micaela y Blas sonreían por primera vez en mucho tiempo. Tomás les contó acerca de Silvia y de Kevin.
—No podemos dejarlos solos pero, la mujer está con mucha fiebre. No creo que pueda caminar —dijo Tomás—. Además, ¿cómo vamos a encontrar comida?, ¿dónde?
—Por el momento no tenemos que preocuparnos por eso —intervino Martina—. Yo tengo un montón de latas de conserva, paquetes de galletitas…
—¿Podemos comer? —preguntó Micaela ansiosa.
—Claro —respondió Martina y abrió dos paquetes de galletitas.
—Y yo tengo botellitas de agua y jugo —participó Valentín.
—¡Qué bien, chicos, están muy bien preparados! —los felicitó Tomás y volvió a agarrar otra “Vocación”.
—Pará, ¿cuántas comiste? —preguntó Blas.
Su hermano mayor lo miró con fastidio. Y cambió de tema.
—Chicos, no sabemos cuántos adultos sobrevivieron pero no vamos a dejarnos dominar. Decidiremos qué es lo mejor para nosotros mismos y para nuestra casa.
—¿Qué casa? —preguntó Valentín con lágrimas en los ojos.
—El planeta, Valen —aclaró Martina.
Esa noche pernoctaron en el colectivo. Martina y Valentín miraban recelosos a Kevin.
—En su país empezó todo —murmuraban.
—Es un chico que perdió a sus padres igual que nosotros. No es el enemigo.
—Es de otro país.
—No existen más países.

sábado, 10 de noviembre de 2018

Sueños húmedos.

Despertó con el roce de unos dedos húmedos cubiertos de miel sobre sus pies. Su piel de terciopelo se erizó. Con ojos ciegos buscó un cuerpo desnudo. Encontró dos. Un fuego impetuoso creció dentro suyo. Tembló. El borde del infierno se borró sobre su colchón. Rogó, gimió y corcoveó como un corcel brioso.
Su torre de bronce coronó su sueño con esos bilingües bebiendo gustosos.
Sin otro deseo por cumplir, durmió feliz.


Un país sin mapa ni futuro.

 Su tío buscó suplir a Alma. Armó un plan para ocupar su trono. Usó cianuro. Alma murió con los labios azulados y fríos, tan fríos como un manto nivoso jamás visto allí.
Su tío robó los anillos mas no los utilizó.
La población no quiso tratos con traidor alguno. Todos lloraron por Alma.
 Un dragón azotó con su cola castillo, campos y chozas. Vomitó largas llamas rojas y doradas.
 Alma caminaba sin prisa rumbo a al Campo Santo hacia su tumba. Un aura luminosa la cubría. Con amargo sabor su boca no pronunció otra palabra, solo “adiós”. Los niños corrían tras Alma asustados, buscando auxiliarla.
Afiladas cuchillas aguardaban cortar la yugular al traidor. Los sabios ancianos optaron por matar y morir con dignidad, no habitar un país injusto, no vivir con amargura.

La peor noche de su vida: la última.



  Podría haber llegado a la casa de su madre. Le faltaban recorrer solo cuatro cuadras. Pero murió allí mismo. Recibió un disparo a quemarropa.
 Antes de matarla, su esposo le gritaba y apuntaba con el revólver con el que acababa de matar delante de ella al policía de civil. El infeliz no tuvo tiempo de presentarse. Apenas apoyó el segundo pie en el suelo una bala perforó su cráneo.
—¡Puta! ¿Dónde creés que te vas a llevar a mis hijos? —gritó el asesino—. ¿Dónde te levantó ese, en una esquina? ¿Cuánto le cobraste? —le preguntaba tironeándole del cabello.
  El marido la había buscado durante horas. Pensó en ir a la casa de su suegra y estaba cerca. Caminaba rumiando su ira. Su bronca se acrecentó cuando en medio de aquella calle intransitada la vio. Descendía de un vehículo detenido y con sus luces apagadas.
Cuando el conductor encendió los faros ella pensó regresar por el zapato que había perdido en la carrera a ciegas pero prefirió sacarse el otro y no dejar de correr.
 Las luces de aquel auto aserraban la lúgubre noche alumbrando la escena de la pareja discutiendo en medio de un barrio tranquilo que había quedado a oscuras por un fallo en el servicio eléctrico. Iluminaban los alrededores haciendo foco en el violento y su mujer que se cubría con sus antebrazos y lloraba pidiendo auxilio.
El recorrido desde la comisaría lo hicieron en silencio. Entraron en el barrio oscuro y el hombre aprovechó la situación. Se arrimó a un cordón y estacionó. Apagó las luces. Le rozó el muslo descubierto y todos los músculos de ella se tensaron.
—¿Qué le hiciste para enloquecerlo? Debés ser muy buena, vos. Mostrame cómo lo hacés —le ordenó mientras se bajaba el cierre del jean con una mano y con la otra le sujetaba la nuca con fuerza.
El oficial se había ofrecido muy amablemente a llevarla a donde fuera. Aceptó. Era la madrugada y la mujer no tenía dinero para volver en taxi. La habían hecho esperar varias horas antes de tomarle la denuncia. Ella había ido a la comisaría para denunciar al marido por violencia doméstica.

 
 

martes, 6 de noviembre de 2018

El cambio.



Cambiemos.

—Escucho los latidos de sus corazones celebrando la unión. Ya lo dijo el líder: sí se puede. Juntos vamos a cambiar el mundo.
Todos se pusieron de pie para aplaudir al orador. Miles de hombres y mujeres salieron a las calles como zombies repitiendo aquellas palabras. Se decían unos a otros que debían destruir todo y empezar de nuevo. Ya no habría pobres en el mundo y eso los alegraba tontamente.
No los habría porque los aniquilarían. Los primeros edificios en arder fueron los que alojaban a los "sin techo", después siguieron otros como los hospitales y las escuelas públicas. Barrios enteros abrasados.
Los periodistas apenas mostraban la realidad pero cuando lo hacían era para victimizar aún más a los pobres.
—Queman sus casas para cobrar los seguros de incendio.

Mazinger Z protege a Quilmes.

Las sirenas de los bomberos acercándose a Rivadavia hacían inaudibles las palabras de vendedores y clientes. Además, el aire que respiraban olía a plástico quemado.
 Churrinche curioso caminaba con su sobretodo largo casi hasta los pies y unas bolsas al hombro saludando con una sonrisa a quien lo cruzaba. Todos lo conocían y lo querían. Los dos perros vagabundos más mimados de la ciudad aullaban aturdidos.
 El cielo se cubrió de una nube negra que se ensanchaba a medida que ascendía. El fuego había comenzado en el edificio de Telefónica. Pronto, otra columna oscura se le sumó a la primera. Se incendiaban los bancos ubicados en Alsina.
 Las calles se llenaron de curiosos que registraban los extraños eventos con sus celulares. Algunos se cubrían la nariz y la boca con un pañuelo o con la manga de las camisetas. Muchos hinchas del QAC lucían la indumentaria del club, orgullosos por los resultados del último partido.
 Personal de Defensa Civil, bomberos voluntarios y efectivos de la policía coordinaban sus esfuerzos para evacuar la ciudad. Mientras tanto, Mario se dirigió a la Unqui para activar el último recurso en la defensa del territorio y la población. Los científicos y profesores protestaban.
—Mazinger Z todavía no ha sido puesto a prueba.
—Es ahora o nunca. Nos están atacando. No se dan cuenta: acaban de destruir nuestros sistemas de comunicaciones y de finanzas. ¿Qué sigue? Ya sé. La municipalidad. Después irán por las escuelas y los hospitales. Nos están invadiendo.
—Yo me hago cargo, Mario.
—Suerte, José. Dependemos de vos.
 Chocaron sus puños y el chico corrió escaleras abajo. Se colocó el casco.
Una vez en el habitáculo de control, encendió los motores, las luces y abrió las compuertas. Enseguida se elevó.
 Luchó contra unos drones cargados con armas de última generación. Esquivó rayos azules. Usó sus puños y unas cuantas armas aunque aún no conocía todas las ventajas que le ofrecía el gigante robot de 18 metros y no le pareció seguro ponerse a probar.  En media hora había logrado poner fin a la batalla. Los pocos que habían quedado intactos desaparecieron en el horizonte.
 Seguro volverán con refuerzos pero, una cosa es segura: los enfrentarían con todo lo necesario para proteger a Quilmes.

El rito satánico.

—Me dijeron que quiere vender la casa, señor Raúl —dijo un hombre de traje parado en la entrada de la casona construída en el siglo XIX mientras se quitaba los anteojos de sol.
 Un señor mayor se había levantado con dificultad del sillón al oír el timbre y lentamente se había acercado a la puerta. Caminaba apoyando todo su peso sobre el andador. No esperaba a nadie. Hacía años que no escuchaba ese sonido chillón y ahora lo había sentido dos veces en menos de cinco minutos.
—Va —gritó el viejo.
 Las bisagras chirriaron al abrirse la puerta. La claridad del día dibujó un rectángulo en el piso del recibidor. El brillo de las maderas había desaparecido hacía mucho tiempo.
Las palabras del recién llegado llamaron la atención del anciano pero, en especial, su nombre siendo pronunciado por el extraño. Lo dejó pasar.
 El joven curioseó a su antojo durante todo el tiempo que le llevó a Raúl llegar hasta el living. La luz del exterior se filtraba a través de los postigos cerrados de las ventanas. El volumen del televisor era demasiado elevado. El viejo se dejó caer en el sofá y apagó el aparato con el control remoto.
—¿Cómo sabe mi nombre? ¿Quién le dijo que quería vender mi casa?
—Es mi negocio saber esas cosas. No se preocupe. Tenga —le extendió un cheque en blanco y una lapicera—. Ponga la cifra que quiera.
—Pero esta es mi vida.
—¿Usted no quisiera viajar, conocer a una bella dama que le haga revivir sus días de galán?
—Mis hijos y mi mujer están acá —dijo ignorando la pregunta—. Ellos me buscan. Lo sé. Los oigo por las noches. Ellos se tropiezan con todo y eso que yo no cambio los muebles de lugar y les dejo una vela encendida en la ventana de mi cuarto.
—Ellos no tienen que quedarse por más tiempo. Ya no pertenecen a este mundo. Debe dejarlos descansar.
Al viejo se le llenaron los ojos de lágrimas. Recordaba perfectamente las tres tumbas que cavó en el jardín la noche que los encontró desangrados allí mismo, en el living.
Había sido una especie de ritual satánico. Él lo sabía porque había investigado varios casos similares por aquella época. Uno de ellos había apuñalado a los otros para luego, suicidarse.
—Ellos no van a descansar en paz. Nunca —dijo Raúl.
—Es cierto. Pero ya es hora de que vengan conmigo —respondió el diablo.


lunes, 5 de noviembre de 2018

Viajeros.

#aeternum
#terrorbreve



Llegaron con sus máscaras y desparramaron un gas mortífero. Se salvarían un puñado de hombres y mujeres. Vivirían unos años en bunkers bajo suelo. Lo tenían todo calculado, todo menos la llegada de los viajeros del futuro quienes los enfrentaron en una cruel batalla a muerte.

sábado, 3 de noviembre de 2018

La trampa.

—Jefe, una nueva víctima —dijo entre tos y tos Antonio por teléfono.
—¿Cómo? No le entiendo. Hable claro.
—Un segundo —se excusó mientras se alejaba del cuerpo sin vida de una adolescente—. Tenía un pañuelo en la nariz que me cubría también la boca. El olor es nauseabundo. Debe haber estado acá unos cuantos días.
—¿Acá dónde?
—En el tanque de agua de una escuela.
—¡Maldición!
—Adivine… el asesino se volvió a llevar otro souvenir.
—Voy a convocar una rueda de prensa. Le vamos a tender una trampa.
—Nuestros peritos determinaron que su muerte se debió a causas naturales. Sus restos serán velados hoy en su casa.
 
En medio de los deudos se encontraban algunos agentes de civil. Llegaron amigos y compañeros de la joven para despedirse. Unos a otros se miraban extrañados cuando entre ellos se abrió paso una muchacha como de su edad, vestida de negro con medias bucaneras agujereadas y los ojos delineados profusamente. Se acercó al cadáver. Se inclinó sobre el mismo. Apoyó sus labios sobre los otros e intentó abrirle la boca ante la mirada atónita de todos.
—Yo le saqué la lengua. ¿Por qué dijeron que su muerte fue natural? —chilló.

jueves, 1 de noviembre de 2018

La voz del diablo.

“Hoy vas a morir” leí en la pantalla del celular. Así se llamaba el grupo de whatsapp al que me habían agregado. Supuse que eran mis amigos gastando una broma de mal gusto. Ni siquiera me fijé quiénes eran.
Estaba sola en mi casa preparándome para la fiesta de disfraces. Se me había hecho tarde, como siempre. El maquillaje blanco que usé para cubrir mi cutis era pegajoso.
Un minuto antes de medianoche se cortó la luz. Maldije. Encendí una vela y volví a mi posición frente al espejo del baño. Me sobresalté. Casi no me reconocí con la peluca. La llama se contorneó de pronto y una ráfaga fría me erizó la piel. Todas las puertas y ventanas estaban cerradas.
Mi gata maulló reclamándome. Entonces volvió a sonar el rington: un mensaje del grupo que pretendía ignorar pero no era el único móvil sonando en la casa. Había alguien más conmigo.
—¿Quién anda por allí? —pregunté con voz temblorosa.
Nadie me respondió. Me encerré con llave en mi habitación. Quise llamar a la policía pero los mensajes de whatsapp no dejaban de llegar. Abrí la ventana de la conversación para pedir ayuda a mis amigos y me aterré.
El administrador del grupo era “la muerte”. En su foto se veía una anciana de tez tan blanca como el mármol, su cabello largo y plateado caía lacio sobre sus hombros, su sonrisa era tan austera como la de la Mona Lisa. Otro de los miembros del grupo era “el diablo”. Su mirada era penetrante, tanto que parecía poder verme aún desde la fotografía. Su sonrisa era desagradable.
Ellos dos eran los que más participaban. El diablo le pedía más tiempo a la vieja para convencerme.
“¿Qué carajo…? Hablan de mí. Satanás quiere mi alma. Quiere que le ponga un precio. Está negociando. La vieja se ríe. ¿De qué se ríe? ¡Por Dios!”
Estaba apoyada contra la puerta, sentada en el piso. Cada vez que sonaba mi celular también lo hacía el otro. Alguien tipeaba un mensaje. Imaginé unos dedos huesudos en contacto con la pantalla. La risa macabra se duplicaba: podía escucharla en vivo y en un audio, un segundo después.
Mi corazón era una bomba a punto de explotar. Unas gotas blancas de sudor frío y maquillaje caían sobre el móvil. Ya no pude leer más nada. Llamé al 911 justo antes de desmayarme.
Los médicos de la guardia no creen que sobreviva a esta noche. Puedo escucharlos.
—¿Cuánto? ¿Cuánto apostás? —le preguntó uno al otro.
Para mí era la voz del diablo.