domingo, 30 de septiembre de 2018

El abandono.

Ella me abandonó. No recuerdo bien cuándo fue. Lo cierto es que hace tiempo que estoy solo.
Anoche me desvelé. Intentaba encontrar la palabra precisa y preciosa. Quería regalarle una poesía. Pensaba mientras me rascaba la barba y me di cuenta que ya iba siendo tiempo de afeitarme, de arreglarme.
Hice un bollo de papel y después, otro. Estaba estancado. Algo tenía que cambiar.
Salí a la calle sin prisa. Apenas despegaba los pies del suelo. Busqué la luna y recostada sobre ella encontré la silueta de un gato que también la observaba. Imaginé que necesitaba compañía igual que yo.
Los bares ya habían cerrado. Maldije mi suerte. Ella era otra que me había abandonado.
Mi cuerpo no se enteró de la llegada del verano. Sentía frío, incluso tiritaba. Volví a mi casa inventando un nuevo camino.
Una vez que cerré la puerta tras de mí, me acerqué a la heladera. No sabía qué quería. Me dejé sorprender. Vaya sorpresa me llevé.
La luz me ensegueció. Ya me había acostumbrado a la oscuridad. Luego, sólo había agua y el fruto prohibido. Le di un mordisco y casi me descompuse: un gusano. En el freezer había hielo y ni siquiera en todas las cubeteras.
Me senté y me dispuse a tomar un whisky. Encendí la luz y cerré los postigos para bloquear la claridad que ya empezaba a hacerse notar.
¡Qué doloroso es el abandono! Me sentía frustrado, incompleto, agresivo. Con el tercer trago comprendí que no tenía la aptitud del suicida. Me sacudí los malos pensamientos. Puse música y bailé como si nadie me estuviera viendo. Y ¡eureka! Encontré la maldita palabra. Terminé la canción junto con el whisky. La botella la usaría luego para enviarle un mensaje.
Me acosté y dormí.

martes, 25 de septiembre de 2018

El oficio de escribir historias e imaginar personajes.

Espejismo.

  Estaba atrapada en un mundo soñado por otra. Tanto que no escuchaba las olas romper en la orilla a escasos metros ni la canción que tarareaba el viento.
      Coloqué un señalador en el libro y cerré los ojos un rato. Podía ver el color del sol. Pensaba en Auel y en las maravillosas preguntas que se debió plantear para escribir semejante saga: cómo debe haber sido la experiencia de quien montó por primera vez un caballo; las razones para tal hazaña.
     Desperté con un fuerte dolor de cabeza y me incorporé lentamente. Estaba sola en la playa desierta. Intenté calcular cuánto tiempo de luz tendría todavía y al mirar hacia el oeste, descubrí con sorpresa que una silueta oscura se me acercaba a gran velocidad.
      Mi mente imaginó cientos de escenas posibles. Me hubiera gustado tener a mano mi libreta para tomar notas. Se me olvidaron las mejores ideas.
        Me sumergí bajo las olas. Ella aminoró la marcha y nos miramos. Llevaba las riendas de un majestuoso caballo. Sonreí. La imaginé al lado de Jondalar.
     Ella divertida me devolvió la sonrisa. Tal vez pensó que mis amigos eran Sebastian y Flounder.

domingo, 23 de septiembre de 2018

Un relato sobre la locura.

Salir de allí.

—Tenés que ayudarme. Te paso un número de teléfono. Llamá y averiguá quién es. Me estuvo llamando todo el día y nunca me contesta —la monotonía y el volumen bajo del tono hacían difícil comprender las palabras.
—Esperá que tomo nota —respondió Jazmín con cierto fastidio.

  Un minuto más tarde Jazmín muy sorprendida le dijo —Es tu número, Caro. El número del teléfono fijo de tu casa.

—¿Cómo? ¿Y este otro…?
—El de tu celular.

 Jazmín no salía de su asombro. Imaginó la secuencia: su amiga yendo de un teléfono al otro, preguntando “quién es”, indignándose cada vez más con el silencio del otro lado de la línea.

 Carolina fue internada unos días después. Llegó con heridas en sus piernas, algunos cortes eran más profundos que otros. No podía mantener la cabeza erguida: se balanceaba hacia adelante con peso muerto y de golpe, con un brusco movimiento se iba hacia atrás. Cerraba los ojos y sonreía.
  Frunció el entrecejo y gritó cuando sintió el ardor del agua oxigenada en contacto con sus lastimaduras.

—Soplame —pidió con tono infantil.

  Una mujer la llevó en una silla de ruedas por un largo pasillo con puertas a ambos lados. Carolina abrió los ojos sólo cuando escuchó una voz aguda,  femenina que repetía como un mantra: —Yo, yo, yo.
 Una joven en camisón blanco sentada sobre el piso en el pasillo se golpeaba la frente con la muñeca, manteniendo su puño cerrado. Todos la esquivaban.

     A las 06 de la mañana el sonido de varias llaves chocándose las despertó. Una enfermera había cerrado tras de sí la puerta de la habitación donde habían dormido esas dos.
  Carolina forcejeaba inútilmente para tratar de liberar sus muñecas y tobillos que estaban amarrados a los barrotes de la cama.
  La enfermera se reía a carcajadas. Después le dedicó una sonrisa fría a la otra y le arrojó agua a la cara.
—Es hora de despertarse.
 La joven agredida no respondió, ignoró a la celadora. En cambio, giró la cabeza y la encaró a su nueva compañera que estaba cada vez más asustada.
—Mañana me voy de aquí. Mañana se cumple un año desde que llegué. Ya basta —dijo entre espasmos de dolor, retorciéndose.
—Llevame con vos —suplicó la nueva mientras que pestañeaba.
 La enfermera se fue riendo a carcajadas. Cerró la puerta con llave.

  A la mañana siguiente, cuando la enfermera volvió a la habitación con el vaso con agua se llevó un gran susto. La estaban esperando.
    La más joven le quitó las llaves del bolsillo mientras que Carolina la amenazaba con uno de los cientos de trozos rotos del vaso. La amordazaron y la sujetaron a una de las camas.
  Una vestida como enfermera y la otra en silla de ruedas abandonaron el lugar.


sábado, 22 de septiembre de 2018

El mate.

El mate: tradición cultural y familiar.

    El primer mate de la mañana invita a sonreír: la temperatura cálida, el dulzor y el ruido al final del mismo me recuerdan momentos y personas que ya no están.
    Cierro los ojos y lo veo a mi abuelo llevando a cabo el ritual de preparar siempre el mejor mate. Tenía su secreto y él me lo enseñó.
    Lo escucho a mi papá pedirme que le ponga apenas un chorrito de agua fría y me veo a mí misma frente a la canilla de la cocina, sosteniendo el mate cargado con yerba aún seca. Me pongo en puntas de pie para alcanzar la canilla pero estoy intranquila: no lo quiero estropear. “¿Cuánta agua fría?”
Ellos no tenían la misma forma de prepararlo.
    Me asaltan otros recuerdos de otros primeros mates: el día que le enseñé a mi hermano menor a tomar esta maravillosa infusión; el primero que le convidé a mi hijo mayor cuando apenas tenía un año y medio; cuando le expliqué al menor que se dice "gracias” recién en el momento en el que ya no se desea continuar en la ronda de los que comparten el mate.

viernes, 21 de septiembre de 2018

La presencia.


—Parece que va a llover —dijo Javier en voz alta, extrañado por la sequedad de su boca.
Miraba hipnotizado el cielo plomizo desde el balcón de su departamento. Adentro aullaba Max con cada trueno y buscaba refugio bajo el brazo de Lucía, su pequeña hermana.
 Ella entonces dejaba por un momento el álbum de fotos y lo acariciaba.
—No tengas miedo. Tranquilo. Mamá pronto va a llegar —dijo ella con dulzura, hablando serenamente.
—¿Max? —lo llamó él.
  El perro con la cabeza gacha parado frente a la niña, respondió con ladridos.
 Javier pasó a su lado y se detuvo frente a la puerta. Quería bajar a comprar cigarrillos y pensó llevar a su fiel compañero.
  El perro lo seguía con la mirada. Se le erizaron los vellos. Cuando la cadena de paseo se movió, él lloriqueó y la miró a la pequeña intranquilo.
 Ella, ajena a la situación, había vuelto a las últimas vacaciones, a las fotos en la playa, al abrazo con su hermano mayor. Lo extrañaba.
—No pasa nada, Max. Es sólo un poco de viento —dijo mientras se levantaba del sillón para cerrar la ventana.

jueves, 20 de septiembre de 2018

Un crimen extraño.


  Víctor, el conserje del Hotel Bella Vista, se comunicó con el departamento de policía. Estaba agitado y hablaba demasiado rápido. La mujer que atendió la llamada le pidió que se calmara. El anciano nunca había pensado que iba a vivir una situación así. Con el teléfono inalámbrico en una mano y el cigarrillo en la otra, caminaba en círculos por el patio del hotel.
  Mientras esperaba la llegada de los policías dio indicaciones al personal para que nadie entrara en la habitación 17 y que en lo posible, nadie saliera del hotel. Él siguió al pie de la letra las instrucciones recibidas.
    Esperó en la puerta. Se abanicaba con un pañuelo y cada tanto lo apoyaba sobre su frente para secar el sudor.
   Tres patrulleros se hicieron presentes en el lugar. Las sirenas ya habían alertado sobre su llegada. De pronto, los pasillos del lugar se llenaron de curiosos.
      Los uniformados se distribuyeron las tareas: uno le tomaba declaración a Víctor; otro acordonaba el área mientras que un detective, un forense y un fotógrafo se adentraron en la escena del crimen.
    Encontraron el cuerpo sin vida de una mujer. Estaba semidesnudo, despatarrado en el piso de madera, a un costado de la cama. El fotógrafo, nuevo integrante del grupo, iba a soltar alguna broma pero el forense lo desanimó. El detective se acercó al rostro de la chica. Se rascó la cabeza, se incorporó y la llamó a su compañera.
—Juli, ya sé que estás celebrando tu cumpleaños. Prometí que me encargaría pero… creeme, tenés que venir ya mismo al Hotel Bella Vista. Ahora te envío la localización.
—¡¿Pero Juan?!
—Ya mismo. Esperá. Mejor mando a alguien a buscarte.
—¡Tanto no tomé! Puedo manejar.
—No. Haceme caso, por favor.

    Media hora más tarde llegaba Julia. Lucía un vestido nuevo, negro, ajustado al cuerpo. El conserje palideció al verla. De pronto, se detuvo a mitad de una frase. Se quedó boquiabierto y sin pestañear, mirando fijamente a la recién llegada. Julia se presentó y le extendió la mano. Víctor empezó a tartamudear. Parecía que había visto un fantasma.

—Julia, ¡Qué linda estás! Acompañame —dijo Juan y movió su brazo en dirección a la habitación 17.

 Ella se quedó en shock al ver el cadáver. Tapó un grito con la palma de su mano. La escena era surrealista. Si no fuera por el cabello corto y negro de la muerta sería como si se mirase en un espejo. Esa mujer aún sin identificar era exactamente igual a ella. Incluso tenían el mismo color de ojos: verdes.

—¡No sabía que tenías una hermana gemela!
—¡Yo tampoco!
—¿Estás bien?
—Sí. No. ¿Por qué me vengo a enterar así? ¿Cómo murió?
—Aparentemente fue asfixiada… tendrá ya dos o tres horas muerta. Lo siento, Julia —anunció el forense —En unas horas podré ser más preciso. Si lo deseás, puedo hacer el estudio de ADN.
—Claro —respondió ella en forma automática.
—Tenemos que pensar en la posibilidad de que en realidad alguien te haya querido matar —dijo Juan con lentitud, sopesando el efecto que sus palabras pudieran causar en su compañera.
—¿Qué encontraron? ¿Cómo se llamaba? —quiso saber Julia.
—Sólo hay una libreta en blanco, un bolígrafo rojo sin tinta y un pendiente de oro. No hay una valija, ropa, nada personal. Bueno, con excepción de estos tres objetos —Y Juan le extendió los mismos, cada uno en su correspondiente bolsa plástica de evidencias.
—¿Qué sabe el conserje? ¿Usó una tarjeta de crédito para registrarse?
—Vamos a averiguarlo ahora mismo —sugirió Juan.
—¡Esperá! —exclamó ella entusiasmada —Creo que aquí hay un mensaje. Necesito un lápiz.

    Raspó el grafito contra la última página de la libreta. Efectivamente se habían marcado unos surcos trazados accidentalmente al anotar algo en una página que había sido arrancada. La sorpresa iba en aumento. Julia y Juan se miraron incrédulos luego de leer el nombre completo y el número de interno de la oficina de Julia.

—Ella sí sabía de tu existencia. ¿Te llamó? —quiso saber Juan.
—No. A menos que me haya dejado un mensaje hoy…

  Volvió a mirarla. Le cerró los ojos. Cuando se paró examinó el aro.

—Este aro nos va a guiar a la asesina.
—Pero…
—No es de ella. Este pendiente no es de los que se usan a presión y si te fijás, ella no tiene perforaciones en las orejas. Además, estoy segura que vamos a encontrar su par. Tenemos que investigar y registrar las pertenencias de todos los huéspedes.
—No hay rastros de lucha. Entonces, ella conocía a la asesina y la dejó pasar o…
—Tal vez alguien la drogó antes. Buscá sustancias tóxicas en la sangre —le pidió al forense.

   Víctor se había alterado mucho al ver a Julia. Después de eso, no paró de repetir que eran iguales. Así les informó el oficial que lo había entrevistado. El pasaporte de la mujer era falso y para colmo, había pagado en efectivo por adelantado. Sólo había estado tres días. Apenas dejaba de la habitación pero cuando lo hacía, salía muy bien arreglada y con anteojos negros. Solía pedir servicio al cuarto. Víctor había llegado a pensar que se trataba de una celebridad.

   Julia sólo le hizo una pregunta a Víctor —Si está mujer tenía el cabello corto y oscuro, ¿Cómo es que notaste nuestro parecido?
—Yo la vi rubia y con su mismo corte.


   El trabajo del médico forense fue clave para develar tantos misterios. El ADN confirmó que las mujeres era familiares. Detectó restos de Ketamina en la sangre.
—Esta droga probablemente la haya dejado inconsciente o sin fuerzas horas antes del homicidio. La causa de muerte se debió a la asfixia. Lo más común en estos casos es el empleo de una bolsa plástica que envuelve la cabeza y deja a la víctima sin oxígeno —concluyó el médico.

   Julia seguía en el hotel. Ya había solicitado las correspondientes órdenes de registro para las pertenencias de cada uno de los clientes y del personal. Esperaba resistencia por parte de algunos. Mientras tanto, los reunió a todos en el restaurante donde había improvisado una oficina. Estaba conmovida por las particularidades del caso. Sentía que su vida estaba en riesgo. Un par de policías de civil estaban infiltrados grabando con sus celulares las reacciones de cada persona que se enfrentaba por primera vez cara a cara con la hermana de la víctima.
   Los principales sospechosos eran las mujeres: diez turistas y cinco empleadas que estaban trabajando a la hora del homicidio. Los hombres fueron interrogados para descartar falsas coartadas. A los tres adolescentes que vacacionaban junto a sus padres los hicieron esperar en el hall del hotel.
   De todos los presentes, los más reticentes a colaborar en la investigación fueron una mujer de noventa años y su hijo, de cincuenta. Al observar sus reacciones en vídeo Juan comprobó que ese hombre había tragado saliva y desviado la vista.  La mujer había ladeado la cabeza y se había llevado inconscientemente la mano a su oreja. A la anciana le había costado mucho trabajo despertar. Había tomado un somnífero y todavía estaba en su sistema.
  El hijo pidió un abogado. Fueron trasladados a la comisaría. La madre estuvo en observación, en una sala de interrogatorio. Julia esperó el momento oportuno para entregarle el pendiente y la mujer lo agradeció. Estaba implicada en el caso, sin embargo, a la detective no se le ocurría un motivo.
  El otro sospechoso preguntaba una y otra vez por su madre. Estaba ansioso, preocupado. Finalmente terminó confesando su culpabilidad aunque no quiso explicar los motivos.
   
   Juan le ofreció un café a su compañera. Amanecía.
—Llegaron los informes que solicitarse.
—¿Y qué averiguamos?
—Hubo al menos otro caso similar en Córdoba. Coincide con la estancia de estos dos en un hotel del centro. El personal reconoció sus fotos.
—¿La víctima era una mujer joven y delgada?
—Sí.
—¿Encontraron su ropa?
—No.
—Esa es su firma, entonces.





martes, 18 de septiembre de 2018

La pira.


 Jugabas a las escondidas en el parque con tus amigos. Eras la más pequeña del grupo y no te dejaban contar.
 Buscabas un buen lugar pero te detuviste frente al cuerpo sin vida de un hombre. Estaba bañado en sangre sobre un montón de hojas secas. Por unos segundos tu cuerpo no te respondió. No escuchabas al niño contando hasta cien. No oías nada. Un hilo viscoso, cálido y amarillo mojó tus piernas. Chillaste histérica.
  El sonido de un motor acercándose te asustó. Miraste a tu alrededor pero tus amigos estaban ocultos. En un intento desesperado por evitar al hombre que sacaba del baúl del auto un bidón, te camuflaste entre las hojas.
  Poco tiempo después, el señor que habías visto echaba nafta para encender la pira.

Una escena de terror.

—No me olvides —aulló la muchacha mientras era arrastrada por el suelo pedregoso. Las botas de sus torturadores hacían eco del otro lado de la pared, donde un joven arañaba las piedras tratando en vano de alcanzarla.
 La sangre alimentó un río y manchó para siempre la conciencia del recién iniciado. 
—Excelente trabajo, cabo —le dijeron mientras le palmeaban la espalda. 
 Cada noche desde entonces, el uniformado sueña con aquellos ojos verdes que se secaron posados con horror en él.

viernes, 14 de septiembre de 2018

La sombra.


  Recuerdo el día que la conocí. La primera impresión fue desagradable. Tuve un mal presentimiento. La sombra trepaba la pared de cerámicas blancas del baño de niñas, en la escuela. Crecía cada vez más. Por momentos perdía su forma. Había ocasiones en que la oscuridad la devoraba y luego, reaparecía. Cuando los ojos eran sorprendidos por la repentina e intensa luz que rebotaba en el espejo, paredes y techo, tardaban unos segundos en adaptarse al cambio. Entonces, la sombra era más oscura y grande que antes como si hubiera absorbido parte de la oscuridad, como si la hubiera vencido.
 La sombra tenía poderes. Podía hipnotizar y asustar a cualquiera que la mirase de reojo. Las alumnas más pequeñas eran su blanco predilecto. Parecía estar esperando el inicio de las clases para espantarlas. Más de una se orinaba encima.
   Esa sombra había perdido su reflejo, todo rastro de humanidad, salvo la forma que a veces conservaba.
   Según me contaron, yo había venido a reemplazar a la antigua celadora del colegio, de eso hace ya quince años. Ella había muerto en circunstancias misteriosas. Había sido la misma directora quien la hallara tendida en el piso del baño de niñas, en medio de un charco de sangre. Hay quienes creen que es un alma en pena. Sólo tendrá paz cuando descubran a sus asesinos (¿o habrán sido asesinas?).