La encontré en aquella esquina y la confundí con la Magdalena. La invité a mi coche y sonrió. Unas luces azules y rojas que cortaban la oscuridad de aquel rincón de la ciudad casi me disuaden pero se sentó a mi lado y nos alejamos.
Me pidió un trago, tenía sed. Yo le ofrecí cien. Más tarde quiso jugar pero no precisamente a las damas.
Estaba sólo de paso y aproveché la ocasión. Me detuve junto a sus caderas y me dejé convencer por esa boquita pintada.
Ahora le escribo a un gran amigo para decirle que sigue viva y le recuerda con una sonrisa.
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