jueves, 18 de octubre de 2018

La hora de mi muerte.


La mujer de la esquina se reía y le hablaba al oído a su amigo. Él le pasaba una botella y ella aceptaba con gusto un trago.
La noche era tan oscura que si no hubiera sido por la luz del semáforo no los hubiese visto desde la vereda de enfrente. Estaban sentados en un escalón a la entrada de un banco.
El viento frío me arrastraba y sin embargo, no disipaba la neblina del parque.
Mis amigos no llegaban. Consulté la hora en mi celular. Me froté los ojos y volví a mirar los grandes números. Ni un minuto había adelantado el condenado. Para mí, la espera se había hecho larga. Levanté la vista y la luz roja seguía alumbrando aquel cruce de calles, advirtiendo el peligro.
La mujer encendió un cigarrillo y se divirtió siguiendo el capricho del humo al escaparse de su boca. Un pequeño fuego rojo ardía entre sus dedos. En la tercera calada me miró fijamente. Quise escapar. Me oculté en la espesura de aquel manto blanco en medio del parque. Pero sus risas las seguía escuchando como si estuviéramos a la misma distancia que antes. No había más sonidos que aquellos y los de mi propia respiración agitada.
El reloj marcaba la misma maldita hora. Finalmente me rendí. Volví sobre mis pasos y crucé la calle. Ellos no se sorprendieron. Conocían mi nombre. Me esperaban. Yo también sabía sus nombres: eran la Muerte y el Diablo. Y el momento era, ni más ni menos, la hora de mi muerte.

2 comentarios:

  1. Un relato contundente con una voz narrante implacable. La escena, a pesar de ser breve, tiene una trama ajustada, escueta, con lo indispensable para llegar al desenlace. La tensión se produce ni bien empieza y no cede hasta el final. Me encantó. Espero volver por aquí. Un saludo, Luli.
    Ariel

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