jueves, 11 de octubre de 2018

Los últimos científicos.

Los habían presentado esa mañana mientras les hacían unos análisis a cada uno. Los resultados fueron negativos para el Mal de Antoriux. Otra cosa que tenían en común: eran algunos de los científicos más reconocidos del mundo. Los dejaron en una sala inmaculada y se fueron. Antes, les explicaron la gravedad del problema y que las comunicaciones con sus jefes serían a través de videoconferencia.
Tenían que sintetizar la proteína H de la araña que resaltaba por sus colores, azul eléctrico y negro encerrada en un frasco en medio de la sala blanca.
Debatieron sobre los procedimientos más adecuados que debían seguir y se asignaron tareas.
Marta, exhausta por la feroz competencia de intelecto, se acercó a la ventana para abrirla y expulsar el humo de cigarrillo que acababa de encender.
—¿Podés apagarlo? Ni se te ocurra abrir la ventana —le ordenó Roberto.
—Sh… no nos dejan escuchar al jefe. Silencio —exigió Pedro, el calvo de barba blanca.
La comunicación fue breve e interrumpida por la interferencia. Antes de que la pantalla emitiera ruido blanco, el jefe había dicho que en cuestión de horas, los 243 sobrevivientes morirían sin el suero que debían producir. El virus arrasaría con la humanidad si ellos no se ponían a trabajar como equipo. El hombre había hablado con dificultad.
Roberto exclamó —También está enfermo y va a morir. ¿Se fijaron que en el vaso de agua que bebía se habían asentado unas gotas de sangre? Cada vez que tosía se rompía un capilar sanguín…
—Sí, sabelotodo. Ya lo notamos —espetó Marta, furiosa.
El calvo estuvo a punto de intervenir pero Tomás, el más joven del grupo, decidió hacer algo muy arriesgado para resolver este conflicto y evitar otros. Levantó el frasco que contenía al arácnido y lo blandió sobre su cabeza.
—¡Se van a poner a trabajar o nos morimos todos, cada uno con su maldito orgullo!
Natalia, la última del grupo, se persignó.
—¡Por Dios, dejá eso en su lugar!
El calvo y el muchacho forcejearon y el frasco se desplomó. La araña caminó rápidamente sobre los vidrios rotos y se escabulló ante la mirada incrédula de los científicos.
Intentaron localizar a su jefe, pero sin éxito. Gritos y llantos hacían eco en las paredes desnudas. Marta encendió otro cigarrillo y con actitud desafiante le arrojó el humo en la cara de Roberto —¿Qué me vas a decir? Ya estamos muertos.
Natalia empuñó un bisturí.
—Yo decido mi final. No quiero sufrir —y cuando se apoyó el filo sobre la muñeca izquierda, Tomás la detuvo. Apretó su muñeca con tanta fuerza que la inmovilizó.
—Esto es una cámara oculta. No nos vamos a morir. El laboratorio quería asegurarse que podrían trabajar en equipo pero fracasaron. Pese a sus impresionantes currículos, no serán parte de la empresa —dijo Tomás mientras les mostraba las cámaras escondidas.
En ese momento llamó el jefe.
—Buena suerte, damas y caballeros. Tomás, mañana entra otro grupo.



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