lunes, 15 de octubre de 2018

La herencia maldita.

 Adela empeoró y su hija, Andrea, entró corriendo al salón buscando al doctor.
 Algunos de los invitados se habían retirado. El resto escuchaba en silencio y con deleite el concierto que ofrecía Carolina, la hija del doctor, amante de los pianistas clásicos.
 La puerta doble se abrió de par en par y de pronto, los acordes cesaron. Todas las miradas se posaron en la morena de pies descalzos, camisón blanco y mejillas húmedas.
 El dueño de casa se incorporó sosteniendo su pipa y dejó escapar una voluta de humo, una cortina tras la cual desapareció para arrastrar por el brazo a la criada.
 Hasta ese momento nunca le había prestado atención. Tenía casi la misma edad que su hija. Nunca había permitido que jugarán juntas. Andrea vivía con su madre en un cuarto junto a la caballeriza, cruzando el patio.
 La muchacha era introvertida. Se dedicaba a cumplir con sus quehaceres sin lamentarse. Hubo ocasiones en las que el doctor la había sorprendido mirando fijamente a su hija, con una mirada cargada de odio. Cada vez que sucedía, se limitaba a hablar con Adela para que ésta la reprendiera.
 Parados frente al aljibe el hombre no pudo evitar notar bajo el ligero camisón los pezones oscuros y endurecidos de la joven. Un pensamiento perverso se apoderó de él y la culpó a ella.
—¿Qué querés? —bramó furioso zamarreándola.
—Mi mamá está muy mal. Se muere —dijo ella entre sollozos.
—¿Cómo? ¡Qué calamidad! —se escandalizó y le soltó el brazo para correr hacia la habitación de la enferma.
 Andrea se frotó la zona dolorida segura que pronto aparecería un moretón del tamaño de los dedos del hombre. Lo siguió preocupada por su madre.
 Un farol de kerosene encendido sobre la pequeña mesa junto a la cama iluminaba el cuarto de techo bajo y sin ventanas.
 El hombre examinó a la mujer que deliraba de fiebre. Descorrió la manta y dejó al descubierto un abultado abdomen. Tanto que el primer impulso fue desviar la mirada. La imagen lo perturbó.
—No te mueras sin decirme cuál es el futuro de mi hija. ¡Es una orden!
—Ella también puede hacerlo —respondió señalando sin fuerzas a Andrea que permanecía de pie a un lado de la cama.
 La mujer exhaló su último aliento. El doctor le cerró los ojos y se persignó. Andrea se contuvo hasta que el dueño de la casa se apartó de la cama y entonces, con un grito ahogado en llanto gritó:
—¡Mamá! —mientras la abrazaba para darle calor.
El hombre se detuvo en el umbral y sin voltearse a contemplar tal escena le aclaró que haría un pequeño velorio al día siguiente y se ocuparía de brindarle a su madre una cristiana sepultura en el cementerio municipal. Luego, cambiando el tono, perdiendo la solemnidad, le confesó que necesitaba un favor.
—Tu madre enfermó y murió sin leerme el futuro de mi hija. Carolina está por cumplir quince años y ya cuenta con algunos pretendientes. No puedo esperar más para saber cuál es el mejor partido para ella. Mañana después del entierro…
—Como usted mande.

 Su madre se llevó a la tumba muchos secretos. La pequeña jamás había comprendido el desprecio que le demostraba el médico y, en cambio, con Adela siempre había mantenido un trato cordial, más ameno, incluso humano. Ahora que sabía el interés del hombre por el Tarot, podía atribuir aquel comportamiento a que su madre siempre había accedido a tirarle las cartas y que la fortuna siempre había estado de su lado. Con esta idea en mente se sintió poderosa por primera vez en su vida. Sin embargo, más tarde esa noche, durante uno de los breves momentos en los que logró conciliar el sueño, tuvo una pesadilla.
 La pesadilla fue tan real que al despertar no supo si lo había soñado o recordado. Su madre le había aconsejado que enterrara con ella dos cartas del Tarot: la sacerdotisa y la muerte. “No querrás que le salgan esas y tener que pronosticarle una corta vida. Él podría matarte”.
 Andrea vistió a su madre por primera y última vez. Le colocó un collar y unos pendientes y ocultó entre la ropa interior los dos naipes de la baraja. Sus manos no dejaban de temblar.
 Tomó otro pañuelo para soplarse la nariz. Las mangas de su vestido estaban empapadas en lágrimas. Hasta ese momento no se había dado cuenta de lo feliz que había sido. Había alguien en el mundo que la amaba y la protegía. Ya no. Ser huérfana era peor que ser mujer, morena, pobre y menor de edad en esa época, en esa sociedad machista, racista e hipócrita.
 La baraja de cartas del Tarot era toda su herencia y estaba maldita.
 
 Al entierro asistieron otras criadas de la casa, algunos peones y conocidas de la difunta que habían solicitado la mañana libre para ir al cementerio. El doctor no fue.
 Por la tarde, iluminados por la llama inquieta de una vela, Andrea le tiró las cartas al patrón en el cuarto del fondo.
Los relinchos de al lado la interrumpían. El tono de su voz era tan débil que se tornaba inaudibles sus palabras y guardaba silencio mientras ordenaba sus ideas. No sabía mentir. Se ruborizaba y las palmas de sus manos transpiraban.
 Cuando le dio la espalda al doctor para servir dos vasos de agua él se acercó por detrás y la abrazó. No era un gesto de cariño, empatía, sino más bien, una muestra de poder.
—Tranquila, querida. Vas a seguir recibiendo alimento y vas a tener un techo sobre tu cabeza. Nada te va a faltar —le susurró al oído.
 Andrea se desmayó en medio de la violación. Al despertar, juntó sus cuatro vestidos, el mazo del Tarot y unas cerillas y salió por los fondos de la propiedad. Caminó errante un rato para acabar finalmente en el cementerio.
 Cuando la tormenta se desató buscó refugio. Encontró una puerta abierta y se refugió dentro de un mausoleo, sin darse cuenta que esa pesada puerta de roble sólo se podía abrir desde el exterior. Con las cerillas prendió fuego las cartas para alumbrar el terrorífico lugar en el que su corta vida acabaría. Lloró por su madre y por ella misma.
 Esa noche la tormenta inquietó al doctor o tal vez, su conciencia. Tuvo que levantarse para asegurar los postigos de su ventana para que dejaran de chocar una y otra vez.
 Unos minutos más tarde, Adela se presentó a los pies de la cama del hombre. Él palideció. Primero le gritó altivo que se marchara. Después, le suplicó y se disculpó. Ella simplemente tomó una almohada mullida y hundió su cabeza bajo la misma hasta que sus piernas y brazos dejaron de agitarse.
Un colega del hombre concluyó que la muerte del médico se debió a un infarto del miocardio. La sorpresa fue que al abrir el mausoleo familiar para depositar su cajón se encontraron con el cuerpo sin vida de Andrea.


6 comentarios:

  1. Hermosos relatos...lei varios y me encantaron. Te felicito!

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    1. Muchas gracias. Me alegro y espero que disfrutes del resto y de los próximos.

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  2. Te Felicito Nuevamente, es increible todo el relato.Este como los anteriores son sorprendentes!!!!!

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  3. Muchas gracias. Los cometarios me alientan a seguir escribiendo. Espero mañana sorprenderlos con otras historias y personajes.

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