miércoles, 17 de octubre de 2018

El libro prohibido.

Abrí el libro prohibido el martes. Lo encontré guardado en un baúl en una casona abandonada en el medio del campo.
Mis amigos y yo habíamos quedado en reunirnos allí esa noche. La idea era tomar unas cervezas y contarnos historias de terror alrededor de una fogata.
Ya habíamos ido muchas veces. Recuerdo que en una ocasión jugamos al juego de la copa. Yo nunca había creído en espíritus. Sólo participé para evitar las burlas de los demás. No hice caso de las letras señaladas, el mensaje había sido muy confuso. “Mi nombre es Begoña. Me mataron en el siglo XIX aquí pero, juro que nací en el año 1957.”  Para mí habían sido los chicos, Juan y Ulises. Aunque ellos insistieron en su inocencia.

Todo mi escepticismo se perdió el martes.
Entré por una ventana. Apunté al cielorraso con mi linterna encendida para corroborar mi hipótesis: murciélagos por todos lados.
La planta baja ya la conocía: muebles cubiertos por sábanas blancas, candelabros recubiertos por telarañas, un reloj cucú que solo atinaba la hora dos veces al día.
Subí al primer piso con cuidado. Encontré un baúl en una habitación. Me llamó la atención puesto que estaba al descubierto. Alguien me observaba. Lo podía sentir pero estaba sola. Mi cuerpo se tensó y se me erizaron los vellos. Eché una mirada a mi alrededor con la ayuda de mi linterna. Nadie. Escuchaba las carcajadas de mis amigos. Al parecer, seguían divirtiéndose cerca de la fogata.
Me arrodillé frente al baúl y lo abrí. Había fotos en blanco y negro, un manojo de cartas con exquisita caligrafía y un libro. En la portada se leía “El libro prohibido”. Lo levanté. Era pesado. Lo coloqué sobre mi falda y a pesar de mis temores, lo abrí.
Un murmullo proveniente de la planta baja me asustó. Dejé el libro y el celular, aún con la linterna encendida y me acerqué a la escalera sin hacer ruido. El parquet estaba ilustrado. La luz del alba se filtraba a través de las cortinas prolijamente colgadas que cubrían las ventanas.
—Vamos, apurate que la señorita Matilde debe desayunar antes que el resto. Asegurate que tome sus medicamentos. No le quites las cadenas aunque te dé pena.
—Claro, señora —respondió una dulce voz.
Unos pasos se acercaban. Me escondí. No sé si estuve adentro del ropero 10 minutos o 10 horas. Al salir, el libro ya no estaba donde lo había dejado y tampoco mi celular.
Un coro de risas infantiles hacía eco en el primer piso. El cucú anunciaba la hora. Podía imaginar a ese pájaro atravesar las puertas de ida y de vuelta ocho veces. Antes que volviera a cantar la hora logré escuchar una ronca voz masculina —¿Josefa, mis hijos ya desayunaron?
—Sí, señor —respondió la mujer de la dulce voz. —La primera fue la señorita Matilde.
Los sonidos llegaban ahogados a mis oídos. Esperé a que se alejaran. Silencio. Estaba tensa. El recuerdo de Begoña me asaltaba. “Su historia era verídica. Estoy en peligro. Hay un asesino en esta casa".
Cuando ya no escuché sonido alguno, me animé a salir de mi escondite. Respiré hondo. Anduve con paso gatuno por la habitación en la que me encontraba. Había tres camas todavía sin tender. Me asomé al ventanal.   
Afuera un grupo de niños jugaban a las escondidas como yo. Una mujer de uniforme negro y cofia blanca los vigilaba.
Decidí buscar mi celular y el maldito libro. No había ningún rastro de ellos allí. Los ruidos de la porcelana tintineando me advirtieron la cercanía de alguien. Me escabullí tras la puerta y pude ver en el espejo el reflejo de una muchacha también uniformada pasar con una bandeja. Llevaba los restos de un desayuno. Me aseguré que bajara la escalera. Yo abrí la puerta por la que acababa de salir la empleada. Frente a mí, aparecieron unos escalones encerrados entre paredes mal iluminadas. Subí. Un crujido me delató.
—¿Josefa? No me dejes sola todo el día —un lamento desgarrador. —¡¿Josefa?! —gritó perturbada una mujer.
Corrí. Ya me había descubierto y no quería que se enteraran todos.
—Hola. Me llamo Ana. Vos debés ser Matilde —le dije a la mujer encadenada a la cama haciéndole gestos para que guardara mi secreto.      
Ella había estado revisando mi celular con su única mano libre. Lo había soltado por el susto.
—Yo sabía que vendrías. No estoy loca. Jaja. ¿Qué hacés vestida así?
Yo tenía un jean azul y una musculosa.
—¡Tenés razón! Hace frío.
Pero miraba extrañada el pantalón. Los mechones le caían sobre la cara. Entre ellos se adivinaban unos iris que rodaban para dejar en blanco los ojos. Arrastraba las palabras.
Me pareció inofensiva. Me acerqué y me senté en el borde de la cama. Debajo de la misma se encontraba el libro. Uno de sus extremos sobresalía. Me agaché para agarrarlo. Fue lo último que hice. Matilde me apuñaló. Dolor. Frío. Terror.
Un hilo de sangre corría sobre mi piel. El libro se cubrió de sangre. Una risa macabra llenaba todo el espacio. Y luego, una voz.
—Bienvenida. Intenté ayudarte pero no supe cómo. Comprendí que se trataba de Begoña.
Aquí estoy desde aquel día, esperando que mis amigos vengan a jugar conmigo al juego de la copa. Quiero advertirles sobre el libro y los moradores de la casona.

2 comentarios:

  1. La casona me recuerda a el casco del carmen tiempo de niños jugando en el parque , excelente historia , debo decir que no paro de leer de ahora en adelante !!!!

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  2. Bueno, es justamente esa casona en la que me inspiré. No puedo creer que te haya hecho pensar en esa misma.
    Mil gracias por leer y comentar.

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